El 6 de enero fue un día muy malo para el presidente estadounidense Donald Trump y muy bueno para la democracia del país norteamericano. Los muertos y heridos serán recordados como la trágica secuela de la violencia fomentada por el presidente. Pero lo que sucedió ese día –y no me refiero solo a la toma del Congreso por parte de los seguidores de Trump– podría marcar el comienzo de un importante período de renovación y fortalecimiento de la democracia en Estados Unidos.
El pasado 6 de enero, las leyes, instituciones y normas que limitan el poder de la presidencia en Estados Unidos fueron puestas a prueba. Afortunadamente, sobrevivieron al intento de Donald Trump de seguir en la Casa Blanca a pesar de haber perdido las elecciones.
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Esto no quiere decir que la democracia estadounidense haya pasado incólume por esta dura prueba. Ya venía muy debilitada y, aunque haya fracasado, el autogolpe de Trump y sus cómplices la ha dejado aun más golpeada y rasgada. El desprestigio internacional es enorme.
Pero como hemos visto, mucho más desprestigiados quedaron Trump, algunos senadores y representantes del Partido Republicano y las fuerzas anti-democráticas que participaron activamente en el intento de golpe. La toma del edificio del Congreso por parte de grupos violentos arengados por el presidente fue, obviamente, un evento histórico. Algo así no pasaba desde 1814, cuando las fuerzas británicas incendiaron el Capitolio. Afortunadamente, esta vez la toma del lugar no prosperó.
Ese día pasaron otras cosas muy importantes para la democracia de Estados Unidos. En la mañana del 6 de enero nos enteramos de que los dos candidatos demócratas al Senado por el Estado de Georgia –Raphael Warnock y Jon Ossoff– habían derrotado a sus rivales del Partido Republicano. Warnock es la primera persona de raza negra que llega al Senado en representación de Georgia; un estado sureño con una larga historia de segregacionismo y discriminación racial. Jon Ossoff, de 33 años, será el primer senador judío electo en un estado del sur del país desde los años 1880 y el senador más joven del Partido Demócrata desde que Joe Biden fuese elegido para la Cámara Alta hace medio siglo. Pero la victoria electoral de estos dos candidatos marca un hito que va más allá de lo inédita que resulta su elección. Con esos dos votos adicionales, el Partido Demócrata, que ya tiene la mayoría en la Cámara de Representantes, también tendrá la mayoría en el Senado. Esto no sucedía desde 1995. El control del Congreso le dará a Joe Biden más libertad y celeridad en el nombramiento de los cargos de su gobierno que requieren de la aprobación del Congreso. Lo mismo vale para el nombramiento de los jueces federales que el presidente propone y que el Congreso puede aprobar o rechazar. Y la posibilidad de iniciar profundas reformas en la economía, la política y el funcionamiento del Estado.
Ese día cargado de sorpresas, también nos trajo una carta y un discurso que –sin tener el dramatismo televisado que tuvo la toma del Capitolio– cambiaron el curso de la historia.
Mike Pence, quien como vicepresidente también funge de presidente del Senado, les envió una carta a sus colegas senadores. En la misiva, el hasta ese momento sumiso, obediente, cursi, adulante y seguramente sufrido Pence, les informa a los senadores que cumplirá rigurosamente con el limitado deber que le manda la Constitución en el proceso de certificar la elección del presidente y vicepresidente de la nación. Lo que no dice Pence en su carta, pero que todo el mundo sabe, es que esa no fue la orden de su jefe, el presidente. Trump reiteró públicamente que esperaba que Mike Pence (“quien tanto me debe”) apoyase el fraude electoral que había montado en complicidad con los senadores Ted Cruz y Josh Howley. Quizás por primera vez en cuatro años, Pence protegió la democracia de su país antes que los intereses personales de Donald Trump. De haber pasado lo contrario, el autogolpe hubiese tenido más posibilidades de triunfar.
La otra sorpresa fue el discurso de Mitch McConnell, jefe de los republicanos en el Senado. Durante cuatro años, McConnell apoyó sin reservas a Donald Trump. El 6 de enero, dejó de hacer eso. Durante la sesión del Senado en la que se comenzaba a discutir el conteo de los votos electorales, y antes de que la invasión del Capitolio impidiese seguir con el debate, McConnell dio un devastador discurso que puso en evidencia, y destruyó, el autogolpe que estaban perpetrando Trump y los suyos. Si McConnell se hubiese alineado con los golpistas, hoy estaríamos hablando en otro tono sobre la democracia estadounidense.
Los defectos de esa democracia están a la vista. Las amenazas que enfrenta, también. Las reformas necesarias son conocidas y urgentes. ¿Se llevarán adelante? ¿Tendrán éxito? No lo sabemos. Pero sí sabemos que el 6 de enero del 2021 podría pasar a la historia como el día en que Estados Unidos comenzó a repensar su democracia.