Hoy es el peor día de la Navidad. Es el del tráfico violento, el aumento de robos y la multiplicación de angustias por los regalos que uno debe hacer. Es el de la acumulación de saldos privados por una celebración que nos estimula a ser conscientes de nosotros mismos y de nuestro lugar.
A eso de las 11 p.m., sin embargo, las cosas se van a calmar. Los regalos estarán hechos. En esa calma podremos recordar a las personas que hemos dejado de ver. El tiempo y el ánimo no van a alcanzar para llamar a todos. A algunos ya no podemos llamarlos. Pensaremos en las primeras navidades que pasamos sin la voz de algunos amigos y amigas. La muerte ha ido creando nuevos silencios y espacios vacíos. Pero acá han quedado los objetos que nos dejaron, una situación a la que Irene Vallejo ha llamado “las lágrimas de las cosas”.
La Navidad se dirige a nuestro lado angelical y bondadoso mientras que el Año Nuevo, en venganza, busca sacar el demonio de cada uno. Nos purificamos con una fiesta mientras queremos liberar nuestras pasiones paganas en la otra. No obstante, este lado angelical de la fiesta hace tiempo que ha desaparecido de la conciencia de la mayor parte de las poblaciones de todo el mundo. La Navidad es reemplazada por las campañas navideñas y las declaraciones de afecto por los regalos más o menos ostentosos.
Recuerdo claramente como uno de los episodios de mi infancia el instante en el que un amigo de mi edad me dijo que no era cierto que los regalos venían del niño Dios, sino que eran obra de los padres. Ese es tal vez el instante en el que la vida de todos nosotros cambió para siempre. Un tiempo pensé que hubiera preferido seguir creyendo toda mi vida que el niño Dios aparecía cargado de juguetes. A mis hijos también los tuve intrigados con la magia de los regalos todo el tiempo que pude.
En un artículo famoso, “Estas navidades siniestras”, Gabriel García Márquez se refiere a los rituales del pesebre y el nacimiento que importamos de España. Allí estaban el burro, la vaca, el niño, los pastores, la Virgen, San José, los reyes magos, las estrellas y las colinas. Era una imagen que tenía que ver con nosotros. Sin embargo, agrega García Márquez, el niño Dios “fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papá Noel de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve”. Esta invasión trae consigo otra serie de calamidades, según el escritor colombiano, incluyendo “esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés, y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena el haber inventado la electricidad”.
Más allá de la invasión cultural, el aprovechamiento comercial, los Papá Noeles sudorosos en las calles y las guirnaldas en las tiendas, hay una costumbre que no ha cambiado. Se trata de no estar solo en Navidad. Uno puede estar solo en cualquier época del año menos en esta. Es, por decirlo así, peligroso estar solo cuando el resto celebra. Aspiramos, por lo tanto, a lo que los peruanos hemos llamado “pasarla juntos”.
Pasarla juntos podría ser un modo de vivir, el modo ideal, si tuviéramos que elegir. Es el mejor recuerdo que nos puede dar esta Navidad. Tratar de seguirla pasando juntos en estos tiempos, con una pequeña luz de esperanza.