A las encuestadoras más profesionales se les ha hecho un mundo intentar anticipar al ganador de las elecciones de hoy en Estados Unidos. Uno de los agregadores de sondeos más relevantes, RCP, daba hasta la tarde de ayer un empate de exactamente 48,5% para cada candidato. Pero, al margen de las preferencias agregadas a nivel nacional, la decisión final recae en los colegios electorales –que llevan un sesgo republicano como el que le permitió a Donald Trump superar a Hillary Clinton en el 2016 a pesar de perder el voto popular–.
El resultado, sea cual sea, motivará una larga jornada de reflexiones. Si gana la actual vicepresidenta, Kamala Harris, probablemente se hablará de la obvia sanción electoral que los estadounidenses –prodemocráticos por convicción– imponen sobre un presidente que intentó desconocer los resultados del 2020, de todas las fallas personales de Trump que hicieron inevitable su derrota, de su pésima idea de poner aranceles a mansalva, de la mejor estrategia de campo demócrata para convocar a los votantes el día crítico y del legado aceptable del actual presidente Joe Biden.
Si, más bien, el colegio electoral favorece al Partido Republicano, se hablará de la fuerza extraordinaria de las clases medias olvidadas por la globalización y la automatización, de la irresponsabilidad de cambiar candidatos a media carrera por parte de los demócratas, del peso de la inflación de Biden, del hartazgo por lo políticamente correcto y la cultura ‘woke’ de un grupo grande de la población, y de lo crucial de la pequeña ayuda –en forma de victimización– que recibió Trump a partir de sus procesos judiciales.
Es decir, las lecciones centrales se extraerán en función de quien resulte ganador. Intentar explicar por qué pasó lo que pasó es, por supuesto, lo más natural. Pero, en casos como estos, también es miope. Al final del día, quizás 20.000 votantes en Lancaster, Pensilvania, pueden hacer la diferencia entre un candidato u otro. Eso es casi aleatorio; una expresión mal dicha en alguna entrevista podría ser suficiente para mover mínimamente esa aguja. En otras palabras, a menos que las encuestas hayan tenido un error sistemático gigantesco, lo relevante para el análisis nacional es que la mitad del país eligió una opción, y el resto otra, nada más. Quien resulte ganador lo hará por un rango de error estadístico, irrelevante para sacar conclusiones serias, pero la naturaleza dicotómica de los sistemas presidenciales –en los que uno se lleva todo y el otro nada– nos engaña y nos invita a ver el resultado como una fuerza inevitable y determinista. De ahí que prioricemos las reflexiones del segundo párrafo o del tercer párrafo de este artículo según lo que suceda hoy, cuando en realidad los dos tipos de análisis son igual de válidos sin importar lo que pase. Lo contrario es ver solo la mitad de la foto.
En el Perú, esta sobrelectura estuvo presente en los resultados de las elecciones del 2021, y puede ser aún más grave en los siguientes comicios. Con docenas de candidatos, las preferencias de la gran mayoría por opciones moderadas podrían verse dispersas en partidos que no pasarán ni la valla del 5%, y abrir paso a algún candidato más radical que se lleve apenas el 10% del voto en primera vuelta, suficiente para pasar a segunda. Pero como el resultado final es el que manda, se hablará entonces de la inevitable fuerza del radicalismo en el Perú.
Los sistemas parlamentarios, con mayorías congresales necesarias para formar gobierno, atenúan bastante esta dicotomía del todo o nada presidencialista. Pero mientras esta sea la realidad, los países con este último sistema harían bien en interpretar sus resultados electorales como una consecuencia de verse forzados a elegir –en una agregación imperfecta– solo a una persona para gobernar en medio de un mar de preferencias, y no necesariamente como una fuerza inevitable del destino.