Muchos quedaron sorprendidos cuando el año pasado se produjo la “rebelión de las masas” en Chile, que luego fue legitimada por el 78% de los votos a favor de una nueva constitución.
Todo fue definido en un plebiscito, que quiere decir “citar a la plebe”. Pero ¿hay ahora algo parecido a la división romana de clases entre patricios y plebeyos? ¿O algo similar a la diferencia entre el señor feudal y el siervo como en la Edad Media? No, pero podemos encontrar algunas semejanzas.
Para los economistas defensores del Consenso de Washington, la economía chilena es un ejemplo a seguir. Por eso Chile es una sociedad que está muy cerca de los países que llamamos desarrollados. Pero, de repente, se abrió el telón y vimos una realidad que muchos no quieren aceptar por razones ideológicas.
¿La causa? La suma de todos los males que genera el capitalismo, pero no el competitivo del que hablaba Adam Smith, sino el monopólico y oligopólico. Estos son los feudos de esta “nueva Edad Media”.
Los feudos de la “civilización del espectáculo” –como dice Mario Vargas Llosa– están bajo el poder de unos señores que controlan grandes territorios, productos y servicios, como si fuesen príncipes, marqueses, duques y condes.
Estamos en una nueva Edad Media que hace 10 años fue descrita por una serie de pensadores italianos, entre los que destaca Umberto Eco con su artículo “La Edad Media ha comenzado ya”. Ahí dice, explicando el libro de Roberto Vacca “Una Edad Media en el futuro próximo”, que “se refiere a la degradación de los grandes sistemas típicos de la era tecnológica” y que estos “por ser demasiado vastos y complejos como para que una autoridad central pueda controlarlos, están destinados al colapso”.
Estos feudos modernos son los oligopolios que nacen en una civilización donde la competencia tiene bajos decibeles y la concentración de la riqueza, producto de la acumulación, los tiene muy altos.
Tanto así que los señores feudales tecnológicos pueden llegar a tener más poder que los estados. La figura se ha invertido, hemos pasado del “príncipe institucionalizado” de Gramsci a una especie de autarquía de grandes empresas, como fueron también autárquicos los feudos, y surge la desigualdad.
Chile es uno de los países que tiene problemas de desigualdad que estaban escondidos bajo la alfombra tejida por el neoliberalismo, que sí existe y se aplica a nivel mundial. Por ejemplo, en nuestro vecino del sur, el 10% más rico gana veintiséis veces más que el 10% más pobre. Su desarrollo económico es tan desigual que solo un 20% gana lo mismo que ganaría en los países desarrollados.
Chile es un país dominado por los monopolios de unas pocas familias. Tres supermercados son dueños de todo el sector. Tres farmacias controlan la comercialización de los medicamentos. Tres empresas controlan el sector eléctrico. Es la suma de dos hechos letales para un progreso humano y justo: la desigualdad y la concentración de la riqueza. Aquí no hay ninguna diferencia con el Perú, salvo que nuestra economía es más informal.
La “rebelión de las masas chilena”, es como las grandes rebeliones campesinas de la Edad Media, que llevaban a los señores feudales a negociar y luego a ceder, para que el tsunami que producían esos movimientos no se los llevara con castillo y todo.
Pero Chile no es el único país de oligopolios. Los hay incluso en el Perú, que acaba de sentir el impacto de los indignados del bicentenario.
Adam Smith se quejaba de los monopolios y oligopolios cuando se refería a la “Compañía de las Indias Orientales”, un gran monopolio comercial impuesto por la corona inglesa para favorecer a un grupito de poder.
Ahora en este siglo hay varias empresas así. Son una “monopoly machine” donde, como bien afirma Jonathan Tepper en su obra “El mito del capitalismo”, “las empresas grandes se comen a las pequeñas y el gobierno queda preso para que amañe las reglas del juego a favor de los fuertes y a costa de los débiles”.
Porque la desigualdad y la concentración oligopólica afectan la democracia, que es distribución del poder e igualdad ciudadana. Para salir de este estado injusto tendremos que admitir que el pueblo chileno está marcando el camino.