Hoy en día, la palabra ‘pueblo’ parece un talismán, un elixir mágico, el “ábrete, sésamo” de la política de los lugares comunes. Algunos políticos piensan que, con pronunciarla, ya pertenecen a una categoría moral superior. Arrogarse la representación del ‘pueblo’ parece una marca de decencia.
‘Pueblo’ es una palabra de origen latino que ha sido común en discursos, canciones y obras de teatro. Hace cerca de siglo y medio, Henrik Ibsen tituló una obra suya como “Un enemigo del pueblo”. En ella, aparece el Doctor Stockmann, un tipo de principios, que se propone alertar a la gente sobre el riesgo que supone una bacteria en el agua que consumen. Stockmann tiene que enfrentarse a todo el poder de la ciudad, incluyendo a los medios de comunicación, y a su hermano, el alcalde. La obra tuvo una gran influencia. Una de sus huellas puede verse en la película “Tiburón”. Otras obras han replicado la palabra, como “El Plebeyo”, donde se nombra a Luis Enrique como “el hijo del pueblo, el hombre que supo amar”.
En este contexto, la palabra se refiere a las personas que pertenecen a la clase baja; es decir, a la mayoría de la población. Me pregunto, sin embargo, si consideran que hay peruanos que pertenecen al ‘pueblo’ y otros que no.
En ese sentido, el pensamiento binario actúa de un modo tajante. ¿Quiénes son los miembros del ‘pueblo’? ¿Qué requisitos tienen que cumplir para pertenecer a dicha categoría? Me imagino que quienes usan el término deberían tenerlo claro. Según parece, los representantes del ‘pueblo’ en el discurso oficial de hoy deben pertenecer a las zonas rurales o a las pequeñas ciudades, no ser blancos ni tener trazos de raza blanca (de preferencia ser cobrizos, como quería cierto patriarca), y no tener dinero o ganar muy poco. En esa definición, no parecen ser miembros del ‘pueblo’ los que han logrado mejorar sus ingresos sobre la base de un trabajo duro y constante, los que trabajan en alguna empresa transnacional, los que tienen entre sus ancestros algún rasgo de raza blanca. No son parte del ‘pueblo’ ni los que ganan un poco más del sueldo mínimo ni los que están en desacuerdo con el Gobierno ni los que tienen apellidos compuestos o de lenguas extranjeras, que serían, según esa visión, una marca de infamia.
Es cierto que las terribles desigualdades e injusticias que son rasgos de nuestra historia han condenado a la mayor parte de los peruanos a la pobreza. Sin embargo, las visiones binarias no nos ayudan a entender todos los procesos de integración que el Perú ha venido efectuando desde hace algunas décadas. Este proceso, que está lejos de realizarse por completo pero que supone un avance, ha logrado una identificación progresiva de las personas en nuestro territorio con un proyecto común, respetando y asumiendo las diferencias culturales y étnicas de todos. Mientras nuestra sociedad se mueve hacia la integración, la política vuelve con esquemas que pertenecen a los años 50.
El nombre de José María Arguedas ha sido citado a propósito de estas divisiones. Sin embargo, si uno lee algunos estudios antropológicos del gran escritor andahuaylino, notará su interés en el valle del Mantaro y en Huancayo como un centro comercial. En “Estudio etnográfico de la feria de Huancayo”, Arguedas se refiere a la capacidad que tiene la feria de integrar a “los productores en gran escala” y también al “campesino muy pobre” cuyo “puesto de venta no alcanza a ocupar un metro cuadrado”. En esa feria, un emporio comercial donde podían competir, entraban todos. Cada uno era, a su manera, parte del ‘pueblo’. Es lo que somos en esta feria de nuestras vidas.