Empieza a incubarse en el Perú, desde el Gobierno, el solapado tránsito a una nueva dictadura. Esto sucede frente a las narices de los demás poderes del Estado y de quienes le siguen el juego a Pedro Castillo y Perú Libre, como lo hicieron en la primera y segunda vuelta electoral.
Lo peor de todo es que este fulminante proyecto, tan mal disimulado con discursos hipócritas de respeto a la democracia y a la Constitución y de condenas al comunismo y al terrorismo, va muy bien del brazo político de Sendero Luminoso: el Movadef.
Esta involución histórica, que pone nuevamente en jaque a la democracia peruana, se gesta desde que el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) decidió admitir, en lugar de rechazar, el ideario autoritario de Perú Libre con el que se inscribe la candidatura presidencial de Pedro Castillo. Asimismo, desde que la polarización electoral terminó por favorecer a este sobre su rival Keiko Fujimori, bajo el beneplácito gubernamental y la vista gorda del JNE y la ONPE frente al fraude en mesa.
El ideario de Perú Libre, en su texto del momento y no en el remozado y manipulado de ahora, propugna la ideología marxista-leninista-maoísta y el reemplazo del sistema democrático actual por otro comunista y de partido único. Es más, el rechazo a la entonces candidatura vicepresidencial de Vladimir Cerrón, a causa de su sentencia por corrupción, mantuvo vigente su firma al pie del ideario de Perú Libre. Hasta hoy, la sentencia que pesa sobre Cerrón no le impide, como lo hizo con el JNE, “pasearse como Pedro en su casa” en todas las instancias de poder, incluida la Presidencia de la República.
Como lo hicieron Abimael Guzmán y Sendero Luminoso en las décadas del 80 y 90, desde fuera del poder y sanguinariamente, hoy, en pleno siglo XXI, cuando los sistemas marxistas y comunistas yacen en el patio trasero de la historia, Pedro Castillo y Perú Libre, desde dentro del poder y con los medios coercitivos legales a su alcance, marchan resueltamente detrás del objetivo de destruir todo lo que queda de nuestro país democrático.
Así las cosas, asoma en el horizonte el diabólico fantasma de un nuevo régimen, cercano y similar al de aquellos famosos dementes y genocidas de la historia, como Stalin, Mao y Pol Pot, venerados personajes del criminal profesor ayacuchano Abimael Guzmán, muerto hace poco en vísperas de los 29 años de su captura.
Como si fuese una preparación al desastre afanosamente buscado, la composición del Consejo de Ministros no responde, en calidad ni en honestidad, al demagógico ideal de Castillo de “no más pobres en un país rico”. Lo que van a lograr Castillo y Perú Libre con este Gabinete y con otros nombramientos mediocres y controversiales es que la riqueza del país disminuya como nunca antes en 50 años y la pobreza aumente a niveles de los que ya había bajado drásticamente. La incertidumbre política instalada por Castillo socava peligrosamente nuestras reservas de prosperidad fiscal de 25 años y nuestras expectativas mínimas de crecimiento económico. Esta va a terminar matando a la gallina de los huevos de oro que el mal llamado “neoliberalismo” le dio al país y en cuyo nido presupuestal, el Gobierno prosenderista mete la mano día a día para repartir alegremente bonos y cheques que, a corto plazo, se traducirán en más inflación.
Esta incertidumbre que hoy viene destruyendo la economía y todo lo que toca, se enraiza en tres objetivos: 1) el de una asamblea constituyente que no existe en nuestro ordenamiento jurídico y que no persigue otra cosa que instaurar un régimen comunista totalitario; 2) el de una alianza ideológica, política y estratégica con el Movadef, brazo político de Sendero Luminoso; y 3) el empleo burocrático de la izquierda caviar como mayordomía descartable, de las que el partido de Verónika Mendoza y el ala progresista de Acción Popular son exponentes útiles.
Frente al proyecto dictatorial en marcha, el Congreso de la República, el Poder Judicial, el Ministerio Público, el Tribunal Constitucional, el Junta Nacional de Justicia, la Defensoría del Pueblo, el Acuerdo Nacional y las Fuerzas Armadas (garantes de la independencia, soberanía e integridad del territorio nacional, así como del control constitucional del orden interno) no pueden dejar de ser instituciones determinantes del curso democrático y de la estabilidad de la República. Y, como tales, sus acciones y responsabilidades tampoco pueden limitarse a transitar, relajadamente, la delgada línea autoritaria de aquello que las lleve, por temor y acomodo político, a aceptar más adelante los hechos consumados, como muchas veces lo hicieron en nuestro largo historial dictatorial.
La guerra a la democracia está declarada. Sería fatal que no pudiera defenderse con los medios e instrumentos que le son propios: la razón, la ley y la Constitución.