No sé qué ha pasado últimamente con nuestros políticos, pero parece que todos se han ido de manos.
Comenzó hace dos meses cuando nuestro presidente afirmó que no le “tiembla la mano” sea cuando escribe, acaricia o golpea. Luego anunció Keiko Fujimori (25/1/21) que el plan de gobierno de Fuerza Popular se resumía en dos palabras: “mano dura”. Y hace pocos días un candidato por APP, Roberto Chiabra, explicó que su agrupación prefiere aplicar “mano firme” porque –a diferencia de la dura– no es “excesiva” (El Comercio, 30/1/20). Tanto manoseo ha llevado a múltiples comentarios en los medios y quisiera no quedarme atrás.
Creo que el politólogo Carlos Meléndez (El Comercio, 29/1/21) tiene razón cuando señala que esta fijación con la disciplina tiene que ver con la severidad de las estrategias sanitarias y la creciente desesperación de la ciudadanía ante medidas que parecen no funcionar. Él cree, sin embargo, que –en estos momentos– la oferta autoritaria por parte de algunos políticos no va a funcionar porque la ciudadanía ha saboreado el gusto de lo libertario. De nuevo considero que tiene razón, pero… en el corto plazo.
En el fondo, ¿a los peruanos nos gusta la ‘mano dura’? La respuesta es categórica e inequívoca: sí, pero no. ¿Cómo así? Me hace acordar cómo –hacia el final del régimen de Alberto Fujimori– preguntaban en las encuestas qué era lo que más y menos le gustaba del entonces mandatario. Lo que más gustaba era su ‘mano dura’, el poner orden. Sin embargo, lo que menos gustaba era su autoritarismo. Estas reacciones –aparentemente contradictorias– responden a diversas vivencias en nuestra cultura nacional.
Una primera nos lleva a transitar por el camino de la socialización familiar. Un estudio reciente encontró que el 80% de niños, niñas y adolescentes habían sido testigos de castigos físicos y humillantes (Save the Children, 2019). Igualmente, en una encuesta sobre relaciones sociales (Enares 2015–INEI), el 60% de niños y el 65% de adolescentes habían sufrido castigo físico. Además, cerca del 30% de los adultos estaba de acuerdo con este tipo de disciplina.
La violencia física, por desgracia, sigue normalizada. Es la mano dura que no solo es severidad y estrictez, sino un delito continuamente cometido contra menores. Estudios muestran que madres y padres abusivos tienden a criar hijos inseguros, con baja autoestima y dificultades en su trato con figuras de poder. No ‘endereza’ o enseña a enfrentar la vida, sino que castra porque la norma no es internalizada sino impuesta. Por eso resulta inaceptable y hasta repulsivo que Keiko Fujimori asocie la mano dura con una buena maternidad.
Una segunda vivencia está relacionada con la ‘relativización’ de la norma. Cuando muchos peruanos piden mano dura no están pensando en ellos, sino en los demás. ¿Cuántos de nuestros compatriotas estarían dispuestos a vivir en un sistema en el cual las leyes y reglas fueran inquebrantables? No, preferimos uno en el cual las normas se cumplen de acuerdo a nuestros intereses. Para muchos, la mano firme deseada se expresa en el dicho: “a mis amigos todos, a mis enemigos el peso de la ley”.
Por eso, debe quedar totalmente claro que mano dura sin institucionalidad democrática es solo un pretexto para justificar el autoritarismo y la dictadura. Sí, nuestro Estado debe ser firme, tener capacidad sancionadora y coercitiva, pero siempre con justicia. La mano no debe temblar cuando se aplica lo justo y ello solo se logra –no por la decisión unilateral de una gobernante– sino por un sistema de reglas democráticamente decidido (el contrato social).
Cuidado, entonces, con los candidatos que recetan mano dura. Si miran bien, muchos de ellos son justo los que han debilitado la institucionalidad: dinamitando la separación de poderes, saboteando la constitucionalidad, permitiendo y alentando la corrupción, blindando a sus allegados delincuentes, contratando a familiares e ineptos, legislando a nombre propio y subyugando la autonomía de organismos de control. Una vez elegida, resulta muy difícil controlar estas autoridades por la misma debilidad institucional. Y como todo mago y político inescrupuloso sabe, “la mano es más rápida que la vista”.