En octubre de este año los peruanos estamos una vez más llamados a elegir autoridades subnacionales. Estas elecciones tendrán una particularidad: por primera vez los alcaldes y gobernadores regionales no podrán postular a un nuevo mandato consecutivo. Pero ¿ha sido conveniente eliminar la reelección? Y en un contexto más amplio, ¿debería la reelección estar prohibida para cualquier cargo ejecutivo, incluido la presidencia?
En primer lugar, es importante notar que la sola idea de la reelección como problema asume que la democracia no funciona bien. En otras palabras, tiene como punto de partida el temor al abuso de poder y la perpetuación de la corrupción. En un sistema político en el que los mandatarios respetan las normas constitucionales, la reelección no tiene por qué tener una connotación negativa. Todo lo contrario. El voto es el instrumento central que los ciudadanos tienen a su disposición para lograr que sus gobernantes actúen de acuerdo a sus preferencias. La reelección ofrece más opciones a los votantes y les permite castigar de manera directa a los representantes que gobiernan mal y premiar a los que lo hacen bien. La posibilidad de continuar en el cargo puede ser un poderoso incentivo para que los políticos cumplan un buen desempeño.
Pero como en América Latina la democracia funciona razonablemente mal, no es sorprendente que solo la mitad de los 18 países de la región permita a sus presidentes postular a un mandato consecutivo. La posibilidad del abuso de poder está siempre latente. Presidentes como Fujimori en el Perú, Chávez y Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua, Correa en Ecuador o Morales en Bolivia han utilizado sus reelecciones para avasallar a la oposición o hasta para incurrir directamente en fraude.
Sin embargo, en todos esos casos el problema de fondo no ha sido la reelección en sí. Todos estos presidentes fueron elegidos en sistemas que originalmente la prohibían, pero que ellos lograron reformar para poder volver a postular. Si la democracia se vio debilitada fue, en primer lugar, porque las instituciones que la respaldaban no eran lo suficientemente fuertes y, en segundo, porque el sistema que había existido hasta entonces tenía tan poco respaldo que los ciudadanos estaban dispuestos a darle un cheque en blanco a los presidentes populistas. Donde las instituciones eran más sólidas –como en Argentina, Brasil o Colombia– la reelección presidencial no condujo a un debilitamiento de la democracia.
En el Perú, el temor a que los caciques regionales y provinciales se entronizaran en el poder y ampliaran sus redes de corrupción llevó a eliminar la reelección inmediata. Sin embargo, el temor no estaba del todo fundado. Como recuerdan los politólogos Jorge Aragón y José Incio en la revista “Argumentos”, solo el 44% de los gobernadores regionales, el 52% de los alcaldes provinciales y el 61% de los alcaldes distritales postularon a la reelección en el 2014. Solo el 16% de los primeros, 11% de los segundos y 17% de los terceros lograron mantenerse en el cargo. Esto sugiere que los alcaldes y gobernadores se adelantan a una posible derrota electoral y no vuelven a postular y que, cuando sí lo hacen, los ciudadanos los castigan.
Mientras en el Perú el debate ha girado siempre en torno a la reelección inmediata, hemos obviado la reelección no consecutiva. Esta sí puede ser particularmente dañina para la consolidación democrática de los partidos, pues dificulta que surjan nuevos liderazgos que compitan con los de los ex presidentes. Un ex presidente, gobernador regional o alcalde es un candidato probado, pues ya ha demostrado que es capaz de ganar una elección. No sorprende que la militancia y los altos cargos partidarios les juren lealtad absoluta, posponiendo la renovación partidaria. A nivel de la presidencia, el resultado ha sido que casi todos nuestros ex jefes de Estado se han convertido en candidatos vitalicios de sus partidos.
En resumen, la reelección da más opciones a los votantes y puede ser un incentivo para que los políticos se desempeñen bien en el cargo. Limitada a un solo mandato adicional y acompañada por la prohibición de la reelección no consecutiva, puede contribuir a la renovación partidaria y no tiene por qué conducir al abuso de poder. El modelo de dos mandatos de cuatro años consecutivos sin la posibilidad de postular nuevamente tras abandonar el cargo ha sido el modelo de la presidencia estadounidense desde la posguerra. Mal no les ha ido y América Latina ha empezado a tomar nota. En los últimos dos años, República Dominicana y Ecuador han adoptado ese modelo. Nosotros también deberíamos iniciar el debate.