Estamos a menos de tres semanas de elegir al Congreso del bicentenario y a dos políticos entre los cuales estará el presidente del bicentenario. Lamentablemente, llegamos a esta simbólica fecha con poco entusiasmo por esta elección, lo que se refleja en los pequeños porcentajes de la intención de voto.
Y, para peor, en medio de una segunda ola de fallecimientos, un proceso de vacunación que parece que será lento, literalmente, a cuentagotas, y ante una posible tercera ola del COVID-19 hacia el primer mes del nuevo gobierno.
Además, en medio de una economía con sensación de recesión. Al margen del rebote de cerca de 10% con respecto al 2020, la actividad económica estaría 3% por debajo de los niveles alcanzados en el 2019. Es decir, sin poder crear más puestos de trabajo formal ante la entrada de más personas a la oferta laboral durante dos años.
La crisis política del último período presidencial ha llevado aún más lejos a la desafección por parte de la ciudadanía. El ganador de la segunda vuelta en junio no tendría los votos suficientes en el Congreso como para garantizar la gobernabilidad. No luego de que las figuras de la vacancia y cierre del Congreso se han puesto –irresponsablemente– encima de la mesa. Por ello, se espera una alianza de gobierno en el Congreso, que tendría su correlato en la composición del Ejecutivo. La forma cómo se reparta el poder para los próximos cinco años está en las manos de los votantes.
En otras palabras, el nuevo presidente tendría que buscar alianzas con más colores: celestes, rojos, morados, naranjas o incoloros.
La reaparición del populismo. El concepto de populismo es distinto en la economía y en la ciencia política.
En el caso de la economía, se habla de políticas populistas cuando ante un problema se plantean falsas soluciones o, en el mejor de los casos, incompletas. Pero ello no le importa al que las plantea. Estas propuestas pueden convencer a algunos, tanto por falta de formación económica como por los sesgos cognitivos del público objetivo.
El populismo económico (y político) parece estar de vuelta en el Perú. Sea por la implosión de la serie de coaliciones políticas que gobernaron el país en los últimos 20 años o por el fracaso de los partidos más centristas (y ortodoxos en lo económico) en cautivar a los votantes en la presente campaña electoral.
Muchas propuestas económicas pueden sonar verosímiles para lograr los objetivos propuestos. Por ejemplo, tratar de controlar la inflación fijando los precios de los alimentos y el tipo de cambio, sin cerrar el déficit fiscal. Ello ocurre hoy mismo en Argentina, y su tasa de inflación anual bordea el 45% desde hace 3 años, mientras que la inflación esperada para este año y el próximo bordea los mismos guarismos.
O resolver la delincuencia deportando a los venezolanos que practiquen actos delincuenciales. O fijar las tasas de interés para que las empresas y personan accedan a tasas más baratas. O estatizar la industria del oxígeno medicinal, para que haya más oferta y a precios estables.
Estas propuestas pueden resultar verosímiles para personas que están más ocupadas en asuntos concretos de sobrevivencia, problemas laborales, familiares o alejados de los temas de la agenda pública. Un viejo profesor nos decía que hay que estudiar economía para que no nos engañen los (malos) economistas y ahora añadiría los (malos) políticos.
Las campañas políticas son abundantes en el aprovechamiento de los sesgos cognitivos de los electores, así como sus miedos, sus aspiraciones, sus afectos, sus bolsillos. Los políticos más hábiles aprovechan ello, ya sea guiados por las encuestas y focus groups o por simple intuición de lo que quiere la gente en cada momento.
Veamos, por ejemplo, el caso de las pensiones. Este Diario preguntó a los cuatro principales candidatos sobre este tema difícil para el gran público. El problema central de las pensiones en el Perú es su muy baja cobertura, y para los que la tendrán, su baja suficiencia. Otro problema, de fácil solución, son las comisiones de las administradoras de pensiones.
Un candidato plantea que las AFP bajen las comisiones y que compartan las pérdidas. No dice cómo. Y que la ONP suba las pensiones mínimas hasta la remuneración mínima vital. Hoy en día, la pensión máxima es de 893 soles y la mínima es de 500. No se puede subir la mínima sin subir toda la estructura de pensiones. Ello implica casi duplicar las pensiones del sistema nacional. Para ello o se sube casi al doble el aporte (descuento a los sueldos) o el Tesoro Público (todos los peruanos) paga la factura, a costa de mayores impuestos o de menos presupuesto para otras áreas (salud y educación).
Otro candidato propone una AFP estatal para que compita bajando las comisiones (el problema número tres). Otra plantea no tocar casi nada, solo tener más empleo formal. Otra propone duplicar tanto el monto como los beneficiarios de Pensión 65. ¿Y los recursos?, bueno, cambiemos la Constitución.
Las alianzas políticas luego de junio pueden limitar el rampante populismo o pueden potenciarlo. La prensa libre y parte de la ciudadanía más comprometida con los destinos del país deben estar atentas.