Mi padre siempre me repetía que las cosas no son como son, sino como uno las percibe. Este argumento ha venido a visitarme en este duro período que cierra un año igualmente duro. Que un evento tenga muchas interpretaciones o varios puntos de vistas es normal, al igual que llegar a una sola verdad en el mundo social es imposible, además de utópico. Pero en nuestros días recientes, las balas, las personas muertas, las familias de luto y las demandas que llevan a la protesta son reales. Un recordatorio más de lo que periódicamente el Perú nos dice: que todavía no somos una nación integrada y, lo que es peor, que este Estado no ha terminado nunca de legitimarse.
Uno podía, efectivamente, cuestionar las acciones y los nombramientos del gobierno de Pedro Castillo y reconocer, sin embargo, que su sola elección había sido percibida como un cambio sustancial y esperado para un grupo importante de compatriotas. Una esperanza de un mundo democrático en un país que todavía parece colonial.
Ese mismo presidente hizo una movida política bastante absurda y que todavía no entendemos del todo, acelerando su vacancia. Acto seguido, una institución percibida como lejana, ajena y corrupta como el Congreso celebra y luego el nuevo Gobierno reacciona ante las protestas de una manera que parece no haber aprendido de nuestra dolorosa lección histórica. Las armas, el meter en un solo saco todo tipo de marchas y la estigmatización generalizada del terruqueo son prueba de ello. Muchas tradiciones culturales coinciden en que la muerte siempre nos acompaña y, al final, nos hace a todos iguales. En nuestra patria, lamentablemente, solo la primera parte de esta aseveración parece cumplirse.
Hace 400 años el cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala, al reportar las injusticias cometidas contra la población, definió la situación de una forma que sería adecuada aun hoy: “mundo al revés”. Si bien Guamán Poma se refería a la injusticia y a la represión de la colonia temprana, también nos hablaba de estructuras de racismo y clasismo que parecen seguir vigentes ante una política indiferente y desordenada, como lo afirmaba hace más de un siglo también, con espantosa actualidad, Manuel González Prada:
“¿Qué tenemos? En el Gobierno, manotadas inconscientes o remedos de movimientos libres; en el Poder Judicial, venalidades y prevaricatos; en el Congreso, riñas grotescas sin arranques de valor y discusiones soporíferas sin chispa de elocuencia; en el pueblo, carencia de fe porque en ninguno se cree ya”.
La ciudad sigue estando amurallada por el “miedo al otro”, ya no con la gran pared que rodeaba a la vieja Lima, sino tal vez con los muros de cada casa; y el Perú entonces se divide en “nosotros” y “los demás”. Por si fuera poco, muchas de las reformas que plantea el Congreso sugieren, pues, que “la población vota mal”; otro miedo común. Y, junto al temor, se reproduce un trato paternalista hacia la mayoría que, de alguna forma, se trasluce en la forma en la que el expresidente ha sido tratado precisamente por los llamados padres de la patria.
Las cosas no se alzan tan simples. Repito, las percepciones son distintas y hay diferentes actores sociales. Hay culpables en ambas orillas del río y hay quienes se oponen al poder también desde el poder mismo. Sin embargo, el cuadro se ha pintado ya con demasiada sangre como para que no sea un pedido hacer un rápido “borrón y cuenta nueva” que permita sentir el final de lo que se ve como ilegítimo.
Hoy en día entendemos el poder como algo que debe tener legitimidad; es decir, como un acuerdo filosófico que genere que la población acepte la autoridad del gobierno. Si este acuerdo falla, es muy difícil mantener la autoridad y la coerción. Una consecuencia de la falta de legitimidad se manifiesta en el uso de la violencia desde el poder; en pocas palabras, la violencia no demuestra un exceso de poder, sino precisamente la falta de este.
Hay, eso sí, un nuevo poder y es la irrupción de medios de comunicación que pueden ser usados de manera independiente. Hemos visto nuevos puntos de vista y hemos consumido imágenes tomadas por los propios protagonistas de las manifestaciones que muchas veces contradicen las versiones oficiales y donde hemos visto disparos al cuerpo y un uso desmedido de la fuerza en la represión de la protesta.
Sin embargo, junto con la proliferación de perspectivas y puntos de vista, el ciberespacio en estos días ha estado lejos de promover la integración y se ha revelado también como un espacio de agresión en el que nuestra culpa, que siempre existe en nuestra sociedad, nuestro ego y nuestros temores nos vuelven a confrontar, y donde se revelan imposiciones ideológicas, acusaciones a los que no se pronuncian o la tan recurrida como dañina ‘superioridad moral’ que solo acrecienta las distancias en un país ya dividido.
Recuperemos los medios de comunicación como una forma de integrarnos y de escuchar –sobre todo, de escuchar– distintos puntos de vista y facilitar el diálogo y pensar al Perú desde fuera del centro, donde todos tenemos algo que decir. No más muerte, no más olvido, no más injusticia.