El Perú está en medio de lo que podríamos llamar una coyuntura crítica. Un momento en que las instituciones se redefinen y dar lugar a otro arreglo hasta la siguiente coyuntura.
La crisis institucional del Estado y la política peruana ha llegado a niveles máximos en varios extremos. Comenzando por la más importante: la crisis de representación política y sus efectos en políticas populistas que pueden terminar por afectar directamente el nivel de bienestar presente y futuro de los peruanos. En ese sentido, las elecciones de abril y mayo serán cruciales para una nueva distribución del poder político.
La debilidad e ineficiencia del Poder Ejecutivo peruano se han visto reflejados de la peor manera en la compra de vacunas contra el COVID-19. Los países de la llamada Alianza del Pacífico las han conseguido y han comenzado el proceso de vacunación antes que llegue el 2021 y es probable que antes que termine ese año sus poblaciones estén inmunizadas. Y, por si fuera poco, en 2020 el Perú tendrá el peor desempeño sanitario (fallecidos por millón) y económico (caídas del PBI) de este grupo de pares regionales, y en general en las ligas mundiales.
Esto a pesar de una de las mejores políticas monetarias entre países emergentes, que evitó el corte de la cadena de pagos y los efectos depresivos sobre el sector real y financiero a consecuencia del gran confinamiento (de familias y empresas).
El Poder Legislativo también puso de su parte. Elegido a principios de año y conformado mayoritariamente por agrupaciones ubicadas en el centro ideológico, fue llevado de narices por individuos populistas para la dación de normas que –a la larga– terminarán afectando negativamente a la mayoría de los peruanos, en términos de mejores empleos y salarios.
El Congreso se ha venido comportando como si, fruto de la campaña política que los eligió, hubiese ganado por amplia mayoría el más abyecto populismo. ¿En qué momento de la campaña se propuso ir abiertamente contra la Constitución en esos extremos? Ir en contra de contratos (mantenimiento de carreteras con peajes), afectar la estabilidad fiscal y manejar directamente el gasto público (régimen CAS, planilla de trabajadores de salud, destrucción del sistema público de pensiones en la ONP). Incrustar un gasto público de 6% del PBI en educación. Tal vez esta pueda ser una meta de un nuevo gobierno hacia el final de su mandato. Ello requiere conjuntamente una reforma educativa y tributaria. ¿Y cuánto de esta última se podría dedicar a mejorar la salud pública y las pensiones? ¿Y si cae/sube el PBI cae/sube el gasto educativo en el mismo año?
Para no abundar en ley de fijación de tasas máximas de interés, que podría correctamente llamarse “ley que excluye del crédito formal a las personas y empresas más pequeñas y riesgosas” o, tal vez, “ley de fomento del crédito informal”.
Otro reciente desatino ha sido la derogatoria de la ley de promoción agraria como solución a los reclamos legítimos de los trabajadores informales en el campo. En lugar de interpelar al Ministro de Trabajo por el incumplimiento de las normas laborales en Ica, el origen real de los reclamos, se ha buscado imponer la narrativa sesgada de precarización generalizada de los derechos laborales en la agroexportación.
El sistema judicial tampoco ha estado a la altura del caso Lava Jato, el más importante sistema de corrupción de las últimas décadas. Han pasado cuatro años del estallido del caso y no hay un fallo judicial importante. Para comenzar, algunos fiscales no pueden distinguir entre lavado de activos, ‘pitufeo’ y financiamiento de campañas políticas, mientras otros tantos filtran información con fines políticos, según las circunstancias del momento.
La herencia colonial no resuelta y las crisis sociales y políticas en los 60 fueron el marco de la dictadura militar de Velasco. Eran otros tiempos. Las crisis macroeconómicas de los 80 –que por largo empequeñecen a la recesión del COVID-19– dieron lugar a un nuevo y más fuerte sistema económico. En los últimos 50 años, esas dos fueron coyunturas críticas que, en lo político, social y económico, de una u otra manera, construyeron el Perú de hoy.
En solo cuatro años se ha deteriorado rápidamente el arreglo institucional desde el retorno a la democracia: cuatro presidentes de la República, dos Congresos, siete presidentes del Consejo de Ministros y ministros por decenas. Y ahora dentro de un proceso electoral en el que la contra reforma política del expresidente Vizcarra, la no reelección de congresistas, ha terminado por restringir el poder de elección de la ciudadanía.
Esperemos que en el 2021 el nuevo gobierno logre consensos sobre las políticas públicas a ejecutar y alcance una alianza que permita la gobernabilidad democrática. Y de ese modo pueda encaminar al país en la ruta del desarrollo económico y social, camino que perdimos desde 2014 (desde ese año el país viene creciendo por debajo del promedio mundial).
Que en el bicentenario comencemos a acercarnos a los –hasta ahora esquivos– sueños de los fundadores de la república, contenidos en las doce Constituciones que nos han regido desde entonces.