Tras los trepidantes avances del Ministerio Público en las investigaciones de ilícitos que comprometen al presidente Pedro Castillo y su entorno más inmediato –su propia familia–, el gobierno emprendió, en un giro inesperado, una serie de acciones y discursos de corte agresivo, altisonante, amenazador, y potencialmente autoritario. El escenario político resulta hoy incierto, ilegible acaso, pero predomina la intuición de que están por ocurrir desenlaces gravitantes.
Ellos no dependerán exclusivamente del mandatario y los ministros-operadores-políticos que lo acompañan en las puestas en escena entre goebbelianas y circenses que desplegaron en Palacio de Gobierno en días pasados, sino de una intrincada conjunción de factores –entre ellos el azar, como reflexionaba el maestro Jorge Basadre–, pero tratándose de los protagonistas principales, importan mucho sus decisiones y procesos decisorios. Conviene por ello revisitar el tópico de la configuración psíquica del presidente, al que me referí en mi columna “Sin lugar para los débiles” (18/12/21).
Decía entonces que debilidad psíquica y política no son equivalentes, pero tienen vasos comunicantes. “Autoritarios en todo el mundo […] han logrado consolidar poder y abusar de él a pesar de haberlo asumido en condiciones precarias. […] la debilidad política, potenciada por la debilidad de carácter, puede ser fuente de debilidad moral en el poder. E incluso si este es precario, ello pone en peligro las libertades y la democracia”. Como dice el psicólogo canadiense Jordan Peterson: “Si crees que los hombres rudos son peligrosos, espérate a ver de lo que son capaces los hombres débiles”. Y continuaba mi columna diciendo que “la debilidad de carácter –actitud errática, cobarde, autovictimización, desesperación, rencor– puede ser fuente de muchos males políticos […]. La debilidad psíquica […] trae siempre inestabilidad, y algunas veces desemboca en dictadura […]. ‘Esa turbia debilidad’ del presidente Castillo no es inocua”.
El filósofo romano Séneca decía que toda crueldad proviene de la debilidad (de temperamento). El psicólogo de Wharton, Adam Grant, sostiene que “alegar constantemente ser una víctima […] es una estrategia de narcisistas y psicópatas”. Y añade que “la gente que regularmente se victimiza está más dispuesta a mentir, engañar y robar”. En el mejor de los casos, estamos ante un gravísimo infantilismo: los niños muy pequeños (y ‘Los Niños’, pero esa es otra historia) confunden su bienestar más primario –el placer– con el bien moral y, por ello, tildan de “malos” a quienes no les dan gusto. Como explicaba la psicoanalista Melanie Klein, llegan incluso a disociar a sus padres y a creer que, cuando los reprenden o castigan, son personas distintas de cuando les dan afecto. El cerebro inmaduro tiene dificultad para procesar su contribución al perjuicio propio: el niño no acepta su culpa si se golpea por torpeza, cree que el sufrimiento tiene siempre una causa externa.
Como es obvio, las alocuciones de la corte castillista en los últimos días, en especial del premier Aníbal Torres, hacen resonar fuertemente todas estas imágenes y reflexiones. La culpa es de la prensa, la oposición, la fiscalía y el Poder Judicial; nunca de ellos y sus fechorías. Elucubran absurdos como que los medios de comunicación digitan a los fiscales, y hasta que alguien (¿?) paga a los colaboradores eficaces. Aluden ya sin pudor al cierre inconstitucional del Congreso. ¿Qué movimientos políticos resultan, entonces, previsibles?
Cuando un predador emprende cacería actúa con cálculo y sigilo; silente, cuidadosa y lentamente –incluso reduce al mínimo su metabolismo– para acercarse lo más posible a su presa y luego dar un salto o zarpazo sorpresivo, ágil y voraz, que inmovilice a su víctima y la deje a su merced. El animal acorralado, en cambio, es también agresivo y amenazante –muestra los colmillos y gruñe–, pero de manera reactiva y temerosa, desesperada. Su cerebro hiperactivo está abrumado por las hormonas que activan las alarmas de peligro, y esto puede hacerlo equivocar los movimientos –huida o contraataque– porque no tiene la fría claridad para escoger el momento preciso en que convienen uno u otro.
No tengo la menor duda de que el presidente y su gobierno quisieran parecerse a la fiera a punto de abalanzarse calculadamente sobre nuestra democracia para devorarla, pero los hechos los han puesto en situación más bien de predador acorralado. Siempre al borde del error. Pero no por eso condenado a ser cazado. A veces las carambolas ocurren. Ojalá no sea el caso.