ALFREDO BULLARD
Abogado
Las discusiones sobre fronteras me generan una especie de escozor. Más allá de la apariencia patriótica, soberana y de ser una cuestión de honor que rodea estas discusiones, siempre llevan implícitas (o explícitas) resentimientos, conflictos y hasta guerras. Decenas de millones de personas han muerto en nombre de la defensa de una línea imaginaria. La pregunta es: ¿por qué?
Además, me parece que desenfocan el problema de lo que deberían ser las relaciones entre los países. Estas discusiones generan la sensación de que el bienestar y el desarrollo dependen de cuán bien estén marcadas y defendidas las fronteras.
La frontera es un concepto artificial (y artificioso). Si bien los límites territoriales generan el espejismo de obedecer a una cierta naturaleza de las cosas (definen lo que sería en esencia peruano, chileno o colombiano), lo cierto es que son productos convencionales que buscan dar contenido físico-territorial a cosas tan poco tangibles como la cultura o la identidad de un pueblo.
Pero lo “nacional” no tiene nada de natural. Lo que llamamos frontera es el resultado de la imaginación humana reflejada en acuerdos, en guerras, en actos unilaterales o incluso en decisiones de cortes y tribunales.
¿Se ha preguntado alguna vez para qué sirve una frontera? La frontera, como la conocemos hoy, es un concepto relativamente reciente asociado a la aparición de los estados nacionales. Su rigidez fue necesaria para reforzar el poder de los estados o, mejor dicho, de sus gobiernos. Es una línea creada para restringir el movimiento de cuatro cosas: información, mercancías, capitales y personas, y por tanto, restringir la competencia. Los gobiernos de los países se reservan el poder de impedir que estas cuatro cosas crucen sus fronteras sin su consentimiento. El ejercicio de ese poder se fundamenta en algo a lo que hemos bautizado como soberanía.
Por supuesto que en un mundo donde existe Internet y la televisión por cable las fronteras se han vuelto virtualmente inútiles para controlar que la información cruce de un lugar a otro. Salvo algunas excepciones atribuibles a aparatos represivos tan salvajes como Cuba o Corea del Norte, hoy controlar el cruce de información se ha vuelto un imposible.
Pero con cosas más tangibles como las personas, las mercaderías y el capital, las fronteras todavía limitan su movimiento. En otras palabras, sirven para restringir la interacción humana, esa que nos permite generar bienestar.
No dudo de que es saludable haber fijado los límites marítimos entre Chile y el Perú, pues ello cierra una etapa de incertidumbre. Sin embargo, lo importante no es cuán infranqueable hacemos nuestra frontera, sino cuán flexible es para dejar pasar.
Hace un par de años fui invitado por la Unión Europea a un programa de intercambio en Bruselas. Debo reconocer que soy (y sigo siendo) muy crítico del modelo económico de integración europea. Pero debo reconocer también que la experiencia me hizo entender lo positivo de cómo se integraron.
En ningún lugar del mundo el concepto de frontera ha generado tantas guerras. En Bruselas, en el Parlamento Europeo, existe un museo que explica el contexto de la integración. Su fundamento es, a fin de cuentas, limitar el rol excluyente de estas. Al menos entre los europeos, y más allá de las políticas económicas que se aplican al interior de la Unión, las fronteras no impiden el movimiento de personas, mercancías y capitales entre los países miembros.
El objetivo principal es evitar que las guerras se repitan, ya que estas no se evitan con exclusión, sino con interacción inclusiva. El resultado ha sido que no ha vuelto a existir una amenaza de guerra desde su fundación. Es así que la batalla competitiva parece mucho mejor que la batalla bélica.
Y es que la paz depende más que de fronteras fuertes, de fronteras porosas. En otras palabras, lo importante para el desarrollo de los países no es qué detenemos en ellas, sino qué dejamos pasar.