La violencia triunfa cuando nos acostumbramos a ella. Apedrear, saquear, incendiar, secuestrar o bloquear carreteras se ha normalizado como parte de una lógica perversa bajo la cual quebrar la ley es la única manera de reclamar y ser atendido. Eso no es lucha social. Ni siquiera es protesta. Atentar contra la libertad y la salud es un crimen.
Los gremios de transportes calculan que siete mil choferes llevan pagando entre S/35 y S/200 diarios en cupos para que los delincuentes que han bloqueado las carreteras no les destrocen sus unidades. Ya van 18 ataques contra cinco aeropuertos, varios en simultáneo, y un total de 41 comisarías y sedes fiscales y judiciales han sido quemadas por turbas.
Vladimir Cerrón anunció el camino de la “vía no pacífica” y Aníbal Torres dijo que correría sangre para alcanzar el sueño constituyente. Por eso, los más de 50 muertos no les mueven un pelo a los azuzadores. Las víctimas suman como parte de un plan funesto anclado en zonas donde la población se siente abandonada y que en los últimos años ha sufrido desde sequías inclementes, heladas brutales y los estragos de la pandemia. Ahí donde la palabra Estado no significa nada, la prédica radical gana terreno y hace metástasis en un país con una informalidad que alcanza el 76% de la PEA y una descentralización sin partidos que hace 21 años está en manos de alcaldes y gobernadores incapaces de administrar lo que tienen.
Lo ilícito se ha infiltrado en todas las esferas, abriendo las puertas a las mafias de la construcción, del transporte, del narcotráfico, la minería ilegal y el contrabando, que hoy están tomando el control. El peruano desconfía de sus instituciones porque siente que no les debe nada y se ha forjado con enorme esfuerzo, pero en la más completa precariedad.
En este contexto de polarización y violencia es necesario tener algunas cosas claras. Para empezar, no confundamos al ciudadano que sale de forma pacífica con el vándalo que tiene un objetivo premeditado y está directamente ligado a esas mafias. El tan reclamado diálogo tiene reglas y ellas excluyen el chantaje. La liberación de un golpista, el cierre ilegal del Congreso o tumbarse la Constitución es parte de una agenda de la izquierda más anacrónica que tiene como fin llevarnos a un desmadre mayor.
Habría que recordarles a los defensores de la falacia constituyente que toda Constitución tiene un mecanismo de modificación que está para usarse en vez de andar planteando un texto nuevo. De hecho, según ECData, desde 1993 nuestra actual Carta Magna ha tenido 45 cambios, 34 modificaciones, nueve agregados y dos sustituciones de artículos. Entre las reformas más importantes está la imprenoscriptibilidad de los delitos de corrupción, la eliminación de la inmunidad parlamentaria y la creación de la Junta Nacional de Justicia. Y entre las más nocivas, la prohibición de reelegir autoridades quitando la posibilidad de fomentar una carrera pública sólida.
Reescribir la Constitución implica suspender todas las garantías y derechos y ponerlos en manos de quienes redacten el nuevo texto. Y estos tendrían que salir de los mismos partidos que hoy ofrecen un menú de ineptos que ponen sus agendas particulares por encima del país. Ese trance significaría el fin de la poca estabilidad que nos queda, el adiós definitivo a las inversiones y a la capacidad de generar empleo. Además, le abriría las puertas a alguien que tendría todo servido para perpetuarse en el poder.
Roberto Abusada decía en estas páginas que gobernar no es necesariamente ceder ni reprimir. Es escoger el camino necesario aun si este es difícil e impopular. Esta crisis no se soluciona ni a corto plazo ni con policías y militares. Empezará a cambiar cuando el Estado se dé cuenta de que tiene que reformarse a sí mismo porque el lazo con el ciudadano está roto y ninguna sociedad avanza en medio de la desconfianza. Los partidos deben recuperar el terreno perdido, asumiendo que existen más allá de los períodos electorales y relacionándose con la cotidianidad de los peruanos. De ellos depende la formación de gente capaz de liderar y tomar buenas decisiones. Si no rompemos la convivencia con lo ilegal e informal y no gestionamos la desastrosa descentralización que fragmenta y alienta la corrupción, continuaremos en esta espiral de desgobierno que estalla a la primera chispa.