En la Navidad de 1841 desembarcó en el Callao un joven oficial de la marina francesa de 25 años. Era Maximiliano (Max) Radiguet y arribó en la fragata de guerra La reine-Blanche, al mando del legendario almirante Du Petit Thouars, para tomar posesión de las islas Marquesas, pero las órdenes finales llegaron en 1845. Radiguet aprovechó la espera de 4 años para adentrarse en la vida y espíritu de Lima y los limeños, hasta convertirse en notable cronista y finísimo traductor de “El viaje del Niño Goyito”, de Felipe Pardo y Aliaga. Mencionó la existencia de una comunidad gay en la Lima de esos años y de su evolución desde tiempos del incanato.
Sus apuntes sobre la capital salieron en revistas de su país y se compilaron en “Recuerdos de la América Española” (“Souvenirs de l’Amerique Espagnole”, 1856), libro imprescindible por su genio literario. El maestro Raúl Porras Barrenechea decía que fue “uno de los creadores de la leyenda de Lima como ‘la perla del Pacífico’ y como centro de la cortesanía y cultura americana del sur”.
Radiguet era hombre sensible, cultísimo, de pluma ágil y dotes para el dibujo y la pintura; vocación que salta en su minuciosas descripciones.
Su comprensión de lo pasajero de las coyunturas políticas no lo distrajeron de lo esencial sobre la realidad social y no se centró en cuestiones económicas ni geográficas: escudriñó las particularidades del limeño, anotó debilidades de carácter y grandezas morales; sombras y luces espirituales. En “Recuerdos de la América Española” resalta la belleza de las limeñas, su finura, ojos expresivos y chispeantes. Quizá por eso escribe: “¿Quién lo creyera? En esta tierra de la ‘Lindeza’, en medio de esa adorable población de sílfides, se ha formado una sociedad para desafiar el poder de la mujer, para burlarse de sus encantos, para negar sus preciosas cualidades y atributos. Esa sociedad, cuyo origen se remonta casi a los tiempos fabulosos de la historia del Perú, lleva en Lima el nombre de ‘los Maricones’ y ya existía con otro nombre en tiempos de los Incas, habiendo tomado una extensión tan inquietante, que muchos jefes, entre ellos Túpac Yupanqui y Lloque Yupanqui, tomaron las armas contra ellos”.
Sostiene que “la extraña sociedad de Maricones, no está destruida, pero sí agonizante”. ¡Vaya que se equivocó allí! Radiguet, un rígido marino y admirador de las mujeres, menciona con desprecio a uno de “escandalosa popularidad; un tamalero gordo, imberbe, rozagante como una soprano […] su charla aún más inagotable que su mercadería, encantaba a un auditorio que, sin tregua, parado delante de él, la boca abierta, como delante de un gran orador, aumentaba de manera que interceptaba el paso. Su voz de mujer, clara y vibrante, decía con mucho espíritu la anécdota del día, criticaba las costumbres y se permitía a veces despropósitos políticos.
Las tapadas eran particularmente el punto de mira de sus mordaces alocuciones, las interpelaba al paso y las perseguía con sus burlas; pero a menudo también, ellas le replicaban con éxito: ellas encontraban para soportar esos retos frívolos, un vigor y una originalidad de salidas que arrancaban a los espectadores, ruidosas y simpáticas manifestaciones”.