A mediados de enero, días después de una desastrosa conferencia de prensa en la que se anunciaron las primeras medidas para responder a la segunda ola de la pandemia, escribí una columna bastante dura contra el gobierno de transición de Francisco Sagasti y su estrategia de comunicación. Los serios problemas que mostraba el Gabinete Bermúdez al comunicarse con la población afectaban la propia gestión de la crisis, reflejaban desorden y mantenían la incertidumbre en momentos de inestabilidad.
Decía entonces que “No es que la gestión sea óptima o que no haya mucho por evaluar. Por supuesto que sí. Mi punto es más sencillo: la mala estrategia de comunicación está afectando al Gobierno directamente, enterrándolo más allá de sus problemas de gestión. Y si este problema es grave, en cualquier momento se vuelve más dramático por la pandemia y el actual rebrote”.
Ahora que estamos a punto de iniciar el cambio de gobierno, me parece un buen momento para reconocer la capacidad que tuvo el actual gabinete para ordenarse y mejorar no solo la comunicación, sino su gestión en diversos frentes. En general, el manejo del Estado se percibe más ordenado y con liderazgos afiatados para enfrentar la crisis en curso. Por supuesto, errores siempre habrá, pero mi balance es positivo.
El mayor logro del Gobierno ha sido, sin duda, mejorar el proceso de vacunación. Fue un cambio necesario para la moral nacional tras el ‘Vacunagate’ y el trauma que representó para el país. Se empezaron a comprar las vacunas rápidamente y, por ende, se aceleró el proceso. Se han aplicado hace poco un millón de vacunas en once días, mientras que el primer millón nos demoró cincuenta días. Todo un reto para el siguiente Gobierno mantener el ritmo.
También es un buen momento para pensar cuál debería ser el legado del Gobierno, considerando lo que se nos viene. Sagasti y su equipo nos dejan un estilo muy saludable tras cinco años de conflicto, polarización y acusaciones de todo tipo contra los rivales políticos. Nos recuerda que existe un amplio espacio al centro para gobernar por fuera de la polarización. Ese espacio permite atraer actores políticos diversos e incorporarlos a la gestión del Estado. Nos confirma que todavía hay lugar para la política leal y eficiente. Con gestos y resultados se mostró lo ridículo de las acusaciones de extremismo que lanzaron contra el presidente o lo absurdo de teorías conspirativas fomentadas por una prensa radicalizada.
No es poca cosa. De las peores ideas que se han instalado en la hoy polarizada política peruana, una suerte de Twitter “en vivo”, es la idea de que los rivales políticos hacen las cosas por interés egoísta, a la vez que los de mi bando son santas palomas. El oponente no solo está equivocado, sino que es corrupto e interesado. Por supuesto que en política abundan los corruptos, pero también hay muchas visiones opuestas de buena fe que necesitan debatirse y refutarse de ser necesario. Los espacios políticos centristas, sea con énfasis de derecha o de izquierda, ayudan a aproximar, traducir esas diferencias. Los extremos pierden esta perspectiva.
Estos espacios, entonces, resultan cruciales para moderar la crispación y las exageraciones que seguro nos esperan. Si quien gane la elección intenta dar garantías democráticas, requiere de actores por fuera de sus parciales que sepan reconocerlo. Y el apoyo de estos actores centristas y democráticos será crítico para protestar si de verdad se atenta contra la democracia. Lamentablemente, estas posiciones centristas han sido diezmadas en el siguiente Congreso. Más bien el centro, o “los centros”, son jaloneados o se dejan jalonear con entusiasmo hacia los lados.
Nuevamente un gobierno de transición nos muestra que esos espacios son posibles y positivos. Sabemos que construirlos es muy difícil: los personalismos y las pequeñas diferencias se imponen a las ideas que congregan. Pero si quieren ver que es posible, y que nos perdemos mucho cuando se debilitan, préstenle atención al estilo y altura del gobierno de transición en sus últimos días en el poder. Seguro lo extrañaremos.