La denuncia de un fraude en las elecciones presidenciales era noticia. Tanto por la gravedad de lo que implicaba como por los numerosos adeptos que se sumaban a dicho clamor. Con mucha más razón, la confirmación de la ausencia de evidencias de fraude en la segunda vuelta del 2021 debiera ser la noticia de mayor relevancia de los últimos días. En cuatro regiones, las pesquisas fiscales concluyeron que no hubo firmas falsificadas ni suplantación de miembros de mesa.
Pese a ello, muchos líderes políticos y medios de comunicación que impulsaron o difundieron los mítines, marchas y berrinches internacionales han guardado silencio como si los 44 días de incertidumbre que transcurrieron entre el balotaje y la proclamación del Jurado Nacional de Elecciones no hubieran existido. Peor aún, como si no hubiera todavía miles –quizá millones– de ciudadanos que siguen negando una realidad que, por incómoda, no deja de ser cierta: Pedro Castillo ganó los comicios del 2021.
Difícil es imaginar algo más nocivo para un Estado democrático de derecho que rechazar los resultados de un sufragio universal. Poner en tela de juicio la limpieza de unos comicios mina la confianza en todo el aparato electoral, en la igualdad del voto y en la misma institución de la democracia. Apoyarse en una mentira porque la derrota es amarga, además, tiene el efecto de descartar a la verdad como parte del proceso político. Y ese es un trayecto peligroso en el que hemos empezado a andar por culpa de los vencidos el año pasado… con complicidad del vencedor.
Prácticamente desde que se ciñó la banda presidencial Pedro Castillo recuerda que hubo grupos de poder que quisieron ignorar los resultados electorales. Pero no lo hace como mero ejercicio de reminiscencia histórica, sino como arma de defensa. Castillo y sus adláteres se victimizan, y cada vez que enfrentan un nuevo escándalo, recurren a la vieja confiable de atribuir todo a un invento de la oposición que desconoce la voluntad popular.
Pero nada de lo anterior enerva que este Gobierno es el principal responsable de todas las justas críticas que acumula. La falta de transparencia, los indicios de corrupción, los funcionarios vinculados al Movadef, los incapaces que lideran entidades estatales solo por ser amigos de Castillo o tener un lápiz dibujado en un carnet partidario. El copamiento, la improvisación y las pésimas decisiones presidenciales nada tienen que ver con el cuento del fraude electoral.
Pasamos del embuste del fraude electoral al engaño de que cualquier cuestionamiento a Castillo forma parte de la misma conchabanza maquiavélica para retirarlo de Palacio. No importa si sube el dólar, si cae la confianza empresarial o si aumenta la desaprobación presidencial. Todo es parte de una conspiración urdida desde el 6 de junio, entre la oposición, los monopolios, la prensa, las encuestadoras, los illuminati y los celestiales. Se reúnen los martes y viernes en el Club Nacional para tumbarse al Gobierno.
Con la narrativa politiquera de por medio, la pataleta del fraude transforma a una figura constitucional como la vacancia en otra pataleta. La deslegitiman de plano aun cuando estuviera justificada.
Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga y otros rostros arcaicos de algunos partidos hoy extintos se inventaron una leyenda de un fraude que nunca existió. Y aunque es poco probable que reconozcan su error, quienes creemos en la democracia y en que ningún futuro bueno le depara al Perú si las victorias políticas se construyen en base a la falsedad, sí tenemos la obligación de exigirles esas disculpas. Y de recordarles el papelón que jugaron hasta que lo acepten y enmienden el camino.
Pedir disculpas, redimirse y volver a empezar.