Desde que anticipó el cuestionado triunfo de Fernando Belaunde Terry en las elecciones de 1962 y contribuyó al clima de inestabilidad que desató el golpe de Estado de ese mismo año, la televisión ha tenido un papel preponderante –para bien o para mal– en todas las campañas electorales en nuestro país.
La razón parece simple: poseemos una de las mayores tasas de consumo de horas de televisión en América Latina al ser la cuarta ocupación más frecuente de los peruanos después de comer, dormir y trabajar.
Pasamos, actualmente, un promedio diario de tres horas y media frente a nuestros televisores. A pesar de que el Internet ha penetrado fuertemente en nuestras vidas, aún solo la tercera parte de los hogares nacionales lo posee y se acerca al 45% en las casas de Lima Metropolitana, según diversos estudios.
Fuera del oscuro paréntesis de la compra de las líneas editoriales durante el régimen de Alberto Fujimori, no son pocos los ejemplos de vertiginosas transformaciones de las tendencias electorales impulsadas por la televisión, porque permite, de manera instantánea, una comunicación masiva. En tan solo un minuto, millones de personas pueden ver y oír a un aspirante a la presidencia o al Congreso.
Al constituir nuestra principal fuente de información, se transforma también en una herramienta crucial para que los electores conozcamos y juzguemos el desempeño de los candidatos en un escenario con numerosos aspirantes desconocidos, otros que cambiaron radicalmente de posición y aquellos que pretenden que no se revele o recuerde su oscuro pasado.
Así, la televisión puede vendernos la ilusión de que un candidato precario es solvente o viceversa y esparcir la sensación de volatilidad en las intenciones de voto, a partir del énfasis que se otorgue a determinado sondeo, la divulgación o discriminación de cierta información, el sesgo de una entrevista o el privilegio de cierto análisis en detrimento de otro.
Pero no solo eso. En numerosos casos, se ha demostrado que la televisión fortalece el llamado efecto ‘bandwagon’ o ‘de arrastre’. Es decir, la tesis del ‘voto perdido’ que condiciona a las personas a inclinarse por candidatos que se crea serán los vencedores o que sean exhibidos como tales.
Es cierto que no existe unanimidad entre los analistas políticos y estudiosos de los medios de comunicación acerca del impacto entre el voto y la televisión.
Algunos expertos cuestionan su poder para definir al ganador ya que consideran que, en cada elección, existen múltiples factores concomitantes. Un ejemplo fue la elección de Ollanta Humala en el 2011, cuando se crearon, incluso, programas televisivos destinados en forma exclusiva a vilipendiarlo y lograron, a la larga, el efecto contrario.
Otros aseguran que el agujero es más profundo y relativizan su capacidad de persuasión. La escritora y ex editora de la revista “Newsweek”, Bernice Buresh, afirma que “la televisión puede darnos muchas cosas, salvo tiempo para pensar”.
Sea como sea, todos coinciden en que existe una relación directa entre la capacidad del candidato de obtener un gran respaldo popular y sus posibilidades o limitaciones de comunicarse en forma eficaz con los televidentes. Se puede generar empatía o antipatía entre el electorado en tan solo un minuto de performance en este medio.
La fase televisiva de la actual campaña electoral recién comienza. La mayoría de los candidatos decidió librar esta batalla al final de la contienda, haciendo hasta ahora apenas incursiones esporádicas y concentrándose en las manifestaciones callejeras y el contacto cara a cara con sus posibles votantes en sus recorridos por diversos puntos del país.
Pero ellos, como sus estrategas políticos, saben que si el candidato logra transmitir la percepción de ganador frente a las pantallas, sus posibilidades de vencer se incrementarán. Es decir, la profecía autocumplida que establece que si las personas conciben como verdadero un hecho determinado, este se tornará real, tal como sostenía el sociólogo estadounidense W.I. Thomas.
Esta situación aumenta la responsabilidad de toda la prensa y, en especial, de directores, productores y periodistas televisivos para informar en forma objetiva y plural. La manipulación, y llevar las agendas personales y políticas de los periodistas a la televisión, solo hará que este medio de comunicación pierda credibilidad y, además, no contribuya a afianzar nuestra débil democracia.