“Mario Vargas Llosa pide votar por Keiko Fujimori”. “Hernando de Soto está pidiendo el premierato y cinco ministerios a los candidatos presidenciales, a cambio de respaldo en segunda vuelta”.
Aunque solo la primera noticia ha sido confirmada (Avanza País negó que Hernando de Soto haya manifestado dicho condicionamiento), ninguna debería causar tanta sorpresa ni indignación, como ha provocado en algunos comentaristas un tanto apasionados.
Se ha convertido casi en una tradición de nuestra política local que el emblemático escritor apoye a uno de los candidatos en liza en segunda vuelta. Como en ocasiones anteriores, el “mal mayor” de una elección (Alan García en el 2001, Ollanta Humala en el 2006, Keiko Fujimori en el 2011 y 2016) fue promovido por el Nobel a “mal menor” algunos años después (García en el 2006, Humala en el 2011 y, ahora, Fujimori en el 2021).
Menos acostumbrado es que una organización política patrocine institucionalmente a una candidatura. Aunque eventualmente algunos expostulantes presidenciales terminan manifestando públicamente su aliento o repudio a tal o cual personaje, aquellas expresiones no pasan de ser simples opiniones. Palabras sin sustento en acciones que el tiempo suele borrar de nuestra memoria.
Por ello, si acaso De Soto o cualquier otro excontendiente presidencial decidiera formar una coalición de gobierno con Fujimori o Castillo sería una buena noticia. Invocar a sufragar por un candidato sin condiciones es como rubricar un cheque en blanco. En cambio, supeditar el auspicio a la posibilidad de tener cierto control sobre las acciones del futuro gobernante es comerse el pleito. Mojarse con la opción política que uno respalda, para bien o para mal. El éxito o el fracaso serán, en este escenario, compartidos.
Durante el quinquenio pasado hemos constatado lo precario que es un gobierno solitario, sin sociedades con otras tiendas políticas y con una exigua representación parlamentaria. Le sucedió a PPK, quien escogió bajar la cabeza ante sus rivales, y le ocurrió a Vizcarra, quien tomó el camino de la confrontación. Pero sin soporte partidario propio ni prestado, ambos perecieron en las inevitables conflagraciones políticas.
Con mayor razón, tanto Castillo como Fujimori tendrían que buscar auténticas coaliciones. Su representación es limitada (apenas, 15,6% y 10,9% del voto emitido, respectivamente), y sus bancadas legislativas (37 y 24 escaños, aproximadamente) no tienen los votos suficientes para sostener al Gobierno ni protegerlo de interpelaciones, censuras y hasta vacancias. Estas circunstancias incrementan el riesgo de que el o la eventual gobernante patee el tablero de la separación de poderes y opte por el camino de la dictadura. En primera vuelta, Pedro Castillo ya lanzó admoniciones de este calibre, al cobijar la posibilidad de un cierre del Congreso y desactivación del Tribunal Constitucional si ambos no cumplían con su designio, autoerigiéndose como el vocero de la voluntad popular.
Así las cosas, la formación de alianzas no solo es una respuesta racional a la suspicacia ciudadana, sino también un instrumento de gobernabilidad, que ni Castillo ni Fujimori están en posición de despreciar.
Parte de nuestra debilidad institucional se refleja en la precipitada fecha de expiración de los avales de los candidatos presidenciales. Nadie hace cumplir los compromisos firmados y las hojas de ruta declamadas. Los garantes que providencialmente aparecen durante la campaña desaparecen mágicamente al día siguiente de los comicios.
Esta segunda vuelta nos servirá para verificar si los aspirantes a jefes de gobierno son capaces de sacrificar y comprometer ciertas cuotas de poder con el propósito de generar más confianza en el electorado. Y para constatar si los ciudadanos aprendimos a valorar más las garantías que los garantes.