La semana pasada recordaba que, según el politólogo Adam Przeworski, un rasgo esencial de la democracia era ser un mecanismo de resolución de conflictos, mediante los procesos electorales. Cada elección genera ganadores y perdedores temporales, donde los perdedores deben tener una expectativa razonable de triunfo más adelante, y los ganadores deben aceptar la eventualidad de dejar el poder más adelante.
El juego es viable en tanto se respeten las reglas y, en contextos de divisiones profundas, desde el Gobierno no pueden plantearse transformaciones que la oposición considere inaceptables, y en tanto ello ocurra, la oposición debería respetar los mandatos surgidos de las urnas.
Por supuesto, este libreto básico plantea muchos desafíos al contrastarse con las realidades empíricas. El Gobierno de Pedro Castillo tiene un desempeño muy criticable, que es desaprobado por el 63% de los ciudadanos, tal y como registra la encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) de febrero, según la cual la desaprobación supera a la aprobación también en el Perú rural, en el sur, en la sierra y entre quienes se identifican como de izquierda. Las mareas de la opinión pública, por supuesto, no bastan para quitar la legitimidad que otorga el resultado de una elección que establece un mandato de plazo fijo. Y si bien puede afirmarse con preocupación que algunas decisiones del Gobierno están destruyendo o comprometiendo reformas y el funcionamiento de áreas claves del Estado, no podría afirmarse con contundencia que el Gobierno haya pasado alguna línea que haga intolerable la situación para la oposición, y que justifique una estrategia de la oposición que quebrante las reglas de convivencia democrática que supuestamente defiende (como podría serlo eventualmente la convocatoria sorpresiva a un referéndum para aprobar una asamblea constituyente).
Quien debe entrar a tallar aquí es la oposición, más todavía si el Gobierno no ha logrado construir una mayoría parlamentaria. Es la oposición y son los diferentes poderes y órganos autónomos del Estado los que deben ponerle frenos y límites a la actuación gubernamental. Llama la atención al respecto que un sector de la oposición maneje el discurso extremista de la declaratoria de la vacancia de la presidencia por incapacidad moral y, al mismo tiempo, se muestre bastante flexible y comprensiva con algunos de los ministros más cuestionables. Claramente, el Congreso no está ejerciendo, como podría hacerlo, sus funciones de control político para intentar detener la destrucción de áreas claves del Estado. Un intento al respecto, frente al que cabe hacer críticas, pero intento al fin, son las leyes que establecen requisitos mínimos para el nombramiento de funcionarios de libre designación y personal de confianza, y para el nombramiento de ministros y viceministros.
Podría hacerse mucho más. Pero en más de una ocasión, hemos visto que decisiones altamente cuestionables del Ejecutivo no solo no son combatidas por la oposición, sino que son entusiastamente aprobadas. Y es que, en nuestra política, convive un clivaje que enfrenta a una izquierda con una derecha extremistas, con otro que enfrenta intereses informales, fuerzas interesadas en el mantenimiento del statu quo, que han penetrado muy profundamente el conjunto de la actividad política en todas las tiendas políticas, que se legitima a través de discursos populistas. Esto ocurre en un momento en el que existen coaliciones reformistas relativamente débiles y estas fuerzas avanzaron mientras algunas dirigencias políticas y partidarias funcionaron como mínimas barreras de contención ante las presiones informales y populistas. Ninguno de los dos clivajes es bueno para la democracia.
Tanto el Gobierno como la oposición deberían entender el mensaje de que la continuidad democrática pende de un hilo, aunque por el momento parezca que vivimos un momento de apaciguamiento. El Ejecutivo debe entender que el cambio en la orientación de las políticas que supuestamente plantea tiene como requisito el ser implementado por personal íntegro y calificado, dejando de lado la lógica del patronazgo. El Congreso, por su parte, debería ejercer sus capacidades de controlar el poder y proponer alternativas. Si no se cambia el rumbo, se abren las puertas a salidas imprevisibles.