La semana pasada el Congreso aprobó, por insistencia, con 72 votos a favor y 44 en contra (esto es, el 55% del número legal de congresistas) un cambio a la ley de los derechos de participación y control ciudadanos, precisando que el referéndum mediante el que se puede aprobar la reforma total o parcial de la Constitución, prevista en el artículo 32, debe seguir el procedimiento establecido en el artículo 206, en el que se señala que el Congreso debe primero aprobarla con la mayoría absoluta del número legal de sus miembros. Si bien se trata de un tema controversial, primó la lectura según la cual es el artículo 206, y, por ende, el Congreso, el que define “toda reforma constitucional”. Podría decirse que quizá la redacción de los artículos modificados pudo haber sido más clara, y que en realidad una reforma constitucional que valdría la pena emprender es una en la que, para levantar una observación presidencial, el Congreso debería tener una valla más elevada que la simple mayoría del número legal.
Con todo, considero que el Congreso ha resuelto la incongruencia establecida entre los artículos 32 y 206 (¿la Constitución se puede reformar mediante referéndum, así como normas con rango de ley, apelando al derecho a la participación ciudadana? ¿O toda reforma de la Constitución está obligada a pasar primero por el Congreso?) con un criterio conservador, pero que se ajusta al carácter de la Constitución de 1993. Toda Constitución se redacta con el propósito de perdurar en el tiempo y de reformarse según mecanismos previstos por ella misma. Ya el propio presidente Pedro Castillo, al asumir la presidencia el 28 de julio, había señalado que “es cierto que la Constitución de 1993 no contempla la figura de una asamblea constituyente, ni la elaboración de una nueva Constitución […], solo menciona la posibilidad de la reforma parcial o total de la Constitución por parte del Congreso”; de allí que anunciara la presentación de un proyecto para reformar el artículo 206, que nunca llegó. Así, la iniciativa aprobada solo consagra una línea de interpretación que el propio presidente parecía compartir y un elemental realismo respecto de las posibilidades de que un gobierno débil como el suyo pueda sacar adelante una iniciativa percibida como extremadamente riesgosa e inaceptable por una oposición parlamentaria mayoritaria.
Como hemos comentado en esta columna en varias ocasiones, esto no significa que la Constitución no necesite ser reformada y, de hecho, en los congresos 2016-2019 y 2020-2021 estuvimos en medio de un proceso de reforma a través del cual cambiamos aspectos importantes del sistema de justicia y de la representación política que deberían continuar. De hecho, en agosto pasado, el Acuerdo Nacional presentó los “Consensos por el Perú” en una sesión presidida por el presidente Castillo y con la presencia de la presidenta del Congreso María del Carmen Alva. Allí se propuso, entre otras cosas, restituir la bicameralidad y “avanzar hacia un mayor equilibrio de poderes eliminando la causal de vacancia presidencial por incapacidad moral permanente y sustituirla por el juicio político”.
En vez de enfrascarnos en un debate, bastante estéril a mi juicio, sobre los caminos legales mediante los que se podría cambiar la Constitución de 1993, deberíamos concentrarnos en un debate más preciso sobre qué asuntos importantes deberían cambiarse, alrededor de propuestas concretas, que vaya mucho más allá del Congreso y que involucre a los actores sociales. Así, por ejemplo, ¿qué deberíamos cambiar en el régimen económico? ¿En la estructura del Estado? En este año electoral, ¿qué ajustes deberíamos hacer al proceso de descentralización? ¿De qué manera estas reformas permitirían tomar mejores decisiones e implementar políticas más eficaces? Generar consensos en torno de propuestas específicas permitiría al gobierno cumplir con parte de sus aspiraciones sin generar incertidumbre, y a la oposición y a la sociedad ser parte del proceso y también contribuir con iniciativas concretas. Que es lo que hace falta urgentemente en el país.