Año 2016. Mes de febrero. Un video muestra a un padre que jaloneaba a su hijo de los pelos y lo mete de cabeza en un lavadero lleno de agua. En otro incidente, en Carabayllo, un padre fractura por segunda vez el brazo de su hijo. Junio. En menos de 24 horas dos madres –una en Piura y otra en Iquitos– queman las manos de sus hijos. Julio. Una madre golpea brutalmente por más de dos minutos a su hijo con una correa en la cabeza porque este perdió su celular.
Una muestra de miles de casos anónimos de maltrato infantil. Sin duda, la realidad multiplica muchas veces los números de lo que aparece en las noticias.
Todos los casos tienen en común que el maltrato es llevado a cabo por padres o madres (si es que merecieran llamarse así) biológicos.
Sin duda es un problema grave. Si bien las estadísticas no son precisas, se estima que entre el 50% y el 80% de los padres golpean o maltratan de alguna manera a sus hijos.
Imagínese que un congresista despistado propone una ley que ordena suspender, hasta nuevo aviso, el derecho a tener hijos. Dada la existencia de casos tan serios de maltrato infantil, debe impedirse a todos tener hijos hasta que el Estado no haya desarrollado una política adecuada para prevenir esos casos.
El congresista Octavio Salazar quizás propondría que se realicen exámenes psicológicos a toda pareja antes de que tengan relaciones sexuales, a fin de estar seguros de que serán buenos padres. Por supuesto que esa medida no servirá para nada. Pero su colega, el congresista despistado, fue aun más allá. Limitó el derecho de millones de personas a ser felices disfrutando de la paternidad, como reacción a un grupo de casos particulares.
Lo cierto es que si dejamos a las personas tener hijos, hay una probabilidad de que los mismos sean maltratados. También si dejamos que existan automóviles, habrá una cantidad de accidentes y varias centenas de personas morirán al año. ¿Suspendería por ello los automóviles?
El congresista despistado de nuestra historia no existe, aunque sí hay muchos congresistas despistados en otras historias (dicho sea de paso, Octavio Salazar sí existe, pero por ahora dejémoslo allí).
Pero hace unos días ocurrió algo muy parecido a lo que haría nuestro congresista despistado. Se difundió un caso de tres niños adoptados por una pareja norteamericana y que fueron maltratados en Estados Unidos por sus padres adoptivos. El Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) ha decretado suspender todas las adopciones al extranjero hasta nuevo aviso.
Por supuesto que la noticia que da origen a la medida es terrible, pero la medida es igualmente terrible a la noticia que la genera. Un caso aislado ha castigado las esperanzas de miles de niños abandonados para encontrar una familia.
Se estima que existen entre 10.000 y 15.000 niños abandonados en albergues (orfanatos). Esa cifra no contabiliza los niños abandonados que no están en albergues o los que, teniendo padres, en realidad no los tienen porque no se ocupan de ellos, sea por incapacidad económica o por desidia. Las adopciones a duras penas superan los 200 casos al año. Suspenderlas agrava el problema al mantener a los niños más tiempo sin una familia. Castigamos precisamente a quienes queremos proteger.
Pero es típico de los funcionarios públicos. Y es que hay una regla sencilla: el funcionario, antes que decidir para favorecer a la población, decide para evitar que lo responsabilicen. Y la responsabilidad nace de las víctimas visibles, no de las anónimas. Mientras los nombres de los niños maltratados levantan dedos mediáticos acusadores, el anonimato de niños abandonados en orfanatos pasa desapercibido. Ojalá el defensor del Pueblo tome cartas en el asunto. Pero lo dudo. Posiblemente estará distraído haciendo lo que no le toca.
El escritor argentino José Narosky decía: “Un niño huérfano es un niño sin niñez”. O, dicho de otra manera, un niño sin familia no es un verdadero niño. El MIMP ha decidido prolongar la orfandad expropiando (al menos por un tiempo) a los niños abandonados su derecho a ser precisamente niños. Los problemas se resuelven resolviéndolos y no metiéndolos bajo la alfombra. Es como pensar que para evitar que las personas mueran de cáncer es mejor fusilarlas.