Uno de los muchos cambios que me parece se registran en la esfera pública peruana reciente es el asentamiento de dos elementos contradictorios: de un lado, la noción de que las decisiones políticas en general, y de políticas públicas en particular, deben estar basadas en “ciencia y evidencia”; y del otro, simultáneamente, el desafío abierto a las mismas, y la apelación a la sensibilidad, a la experiencia práctica, como criterio de legitimación de las decisiones. Si bien ambas nociones han estado siempre presentes de alguna forma, en el pasado más que apelar a la ciencia y la evidencia se apelaba a los principios, a la ideología, que se expresaba en programas, y la negociación política como criterios de decisión. Y del otro lado, siempre hubo discursos críticos con el conocimiento científico y la actividad académica, pero relativamente marginales, mientras que ahora están en centro de la política, y por ejemplo, dominan ampliamente el sentido común de nuestro Congreso. Así, el discurso a favor de la ciencia se ha asentado en el contexto del debilitamiento de los partidos con bases ideológicas, y su contrario por el debilitamiento del mundo institucional, la creciente distancia entre la ciudadanía y el mundo universitario, académico, científico.
En el último tiempo, la pandemia ha puesto en el centro la importancia de la investigación, especialmente por su valor aplicado: por ejemplo, cuando hablamos de la importancia de intentar desarrollar vacunas propias o pruebas que permitan la detección de virus. Pero también la necesidad de contar con datos, registros, estadísticas, que permitan el reparto de bonos o la implementación de diversos programas de emergencia. La importancia de la investigación en temas de gestión para mejorar la eficacia de políticas públicas está claramente en agenda. Pero al mismo tiempo, paradójicamente, arrecia el sentido común inverso: no necesitamos más estudios, más diagnósticos, más consultorías. Los problemas se conocen; de lo que se trataría es de tener la voluntad de solucionarlos, y de contar con el sentido “práctico” que te da la vida (no la investigación), para tomar decisiones. La ausencia de voluntad se explicaría por el secuestro del Estado por parte de intereses egoístas, de minorías poderosas, o por la simple insensibilidad o indolencia. Bastaría por ello con poner en el lugar indicado a personas sensibles y pragmáticas.
En medio de esto, la credibilidad del discurso a favor de la ciencia quedó mellado porque descubrimos que ella no siempre está en condiciones de poder dar soluciones únicas y oportunas a los problemas que estudia: la ciencia no solo no está exenta de debate y controversia, sino que hasta cierto punto el debate y la controversia es en realidad su esencia. Además, el escándalo asociado al manejo del ensayo clínico de la vacuna del laboratorio Sinopharm mostró que la ciencia no está libre de intereses, de sucumbir ante presiones políticas, de caer en violaciones a protocolos y principios éticos.
Otra de las manifestaciones de cómo el contexto político afecta la toma de decisiones basadas en evidencia son las reacciones que generan las encuestas de opinión. A pesar de que las encuestadoras de más seriedad y prestigio, más allá de sus diferencias metodológicas, tienden a coincidir en sus resultados, mostrando tendencias similares, muchos deciden creer o no en los datos según se ajusten o no a sus deseos o preferencias políticas, y tienden a desarrollar teorías de la conspiración para desacreditar los resultados que les resultan cómodos, y deciden confiar más en sus intuiciones.
¿Qué concluir? De un lado, quienes estamos vinculados al mundo universitario debemos esforzarnos por tener un trabajo más transparente, y más orientado a la solución de problemas urgentes y significativos, y aportar a las políticas públicas. Proveer más información sobre la utilidad y relevancia social de la investigación científica; hacer más esfuerzos de divulgación, de trabajo interdisciplinario, y de relación con el periodismo, la política y los funcionarios públicos. Y combatir, por supuesto, las campañas de desinformación.