Un orgullo peruano muy celebrado es la diversidad. A pesar de no ser un país-continente, como India o Estados Unidos, en el reparto del mundo nos tocó versiones espectaculares de cada región natural, incluyendo un mar extraordinario. A su vez, la diversidad geográfica nos ha dotado de una variedad excepcional: somos el quinto país más biodiverso entre 195 en el mundo.
Nuestra especialidad es la abundancia de especies de aves, superada en todo el mundo solamente por Colombia, que nos gana por un pelín. Tampoco nos quedamos cuando se trata de la diversidad social. En América Latina, solo Belice y Bolivia tienen más variedad racial, y destacamos en el número de idiomas vivos, cifra que nos coloca en el 10% de países con más idiomas en el mundo.
Pero, toda esa diversidad, ¿es pura ganancia? ¿O nos complica la tarea, ya difícil, de crear unión?
Hace cuatro décadas viajaba en lancha por el Marañón, parando para conocer los pueblos ribereños, uno de ellos San Lorenzo, que entonces consistía en unas cuantas casas selváticas de madera y barro, y de una tienda que hacía también de hotel. Hoy, San Lorenzo es una ciudad con edificios y 20 mil pobladores, capital de la provincia Datem, donde se hablan seis idiomas además del castellano. Un amigo antropólogo, que dedicó varias décadas de su vida a ser profesor de escuela en comunidades de esa provincia, me cuenta sobre la frustración por lograr una adecuada enseñanza a niños que llegan a la escuela hablando solo su lengua nativa, frustración que, finalmente, ha desembocado en una huelga de maestros que piden una mejor organización del Estado para ese esfuerzo cultural, como la creación de una UGEL intercultural como la que ya existe en algunas regiones.
Además de celebrar la diversidad, el peruano se felicita también en cuanto a su sentido de comunidad en diversos espacios sociales. La veta madre de ese logro sería la comunidad indígena cuyos valores de cooperación y de autoridad tienen raíces ancestrales continuamente renovadas y reforzadas por ritos y ceremonias, volviéndose una construcción social crítica para la sobrevivencia en las condiciones extremadamente difíciles de nuestra tierra. La fuerza del concepto tuvo un momento especial de reconocimiento cuando fue aprovechado por Fernando Belaunde para el nombre de su partido, Acción Popular, cuando recién lanzaba su primera candidatura presidencial.
Sorprende que dos valores tan importantes para el orgullo peruano –diversidad y comunidad– sean tan contradictorios. A primera vista, el sentido común nos haría esperar que, a más diversidad, tendríamos menos comunidad. La diversidad implica diferencias de circunstancias, que, a su vez, dificultarían la construcción de una identidad común. Un estudio del sociólogo alemán Erkan Gören en 95 países confirma el sentido común: la diversidad sería un obstáculo para la transmisión de tecnología, para la creación de bienes públicos y para la reducción de conflictos sociales.
Una mirada más detallada a las comunidades rurales también nos desengaña en cuanto a su imagen colaborativa y constructiva. Desde hace medio siglo los estudios de comunidades y poblaciones rurales han constatado un sorprendente grado de desigualdad interna, tanto económica como de estatus social y poder político, condiciones que cuestionan la imagen de un orden interno democrático y consensual. El intento de aprovechar la supuesta madurez del autogobierno rural, convirtiendo tierras latifundistas en empresas cooperativas agrarias, fracasó rotundamente: de las 659 empresas creadas solo cinco han sobrevivido.
Sin duda, debemos gozar nuestra diversidad física y humana, pero sin perder de vista los problemas que trae.