Un niño sube con sus compañeros una colina alta buscando señal de Internet para poder recibir sus clases. El camino es peligroso y terroso. Las madres los acompañan para poder escuchar las instrucciones de la profesora y ayudar en casa. Da vergüenza decirlo, pero la noticia se volvió el pan de cada día. No importa la región, no importa la colina, la búsqueda de señal es una constante que se da en medio del calor insoportable o del lacerante granizo.
Pero tal vez no hemos reparado en un detalle, que los primeros días de la pandemia resultó enternecedor y hoy es desgarrador. Muchos niños y niñas recorren distancias inverosímiles con su uniforme escolar puesto. La camisa blanca inmaculada, la falda color plomo planchada, los zapatos bien lustrados. Mientras la noticia se centra en el vía crucis para conseguir Internet, el acicalamiento de los niños da cuenta de un abandono mucho menos tecnológico, mucho más inhumano: los escolares aún respetan y creen en la institucionalidad educativa. No importa que para ellos no haya tableta o que no entiendan las indicaciones que la profesora se desvive mandando por WhatsApp, una clase es una clase, y a un maestro se le recibe apropiadamente vestido. Para esos niños y sus padres, esa educación precaria no rompe el vínculo de esperanza que los une a un sistema educativo que debería sacarlos de la pobreza y la ignorancia.
Una definición de pobreza, bastante arbitraria seguro, podría ser diferenciar a los peruanos cuyo futuro depende más del Estado que otros: si usas transporte público, si te atiendes en hospitales del Estado, si tus hijos van a un colegio nacional, si solo la policía cuida tu calle porque no hay plata para vigilantes privados, eres más pobre. Estás a merced de un sistema fallido, que trata a sus ciudadanos como si les estuviera haciendo un favor. Y aunque ya sea una cantaleta decirlo, la pandemia ha puesto al ciudadano más dependiente del Estado contra las cuerdas. No solo porque el sistema de salud ya no les responde, sino porque su forma de vida los expone mucho más al contagio.
Por primera vez después de décadas, la informalidad ya no puede ser el escudo con el que se defienden solos en las calles. Necesitan bonos, comida, señal de Internet, hospitales, camas UCI, oxígeno. Necesitan transporte seguro, subsidios para su gasolina, que les paguen un poco más por sus cultivos. Ya no hay pollada que valga porque están prohibidas las reuniones. Tampoco vender medias en Gamarra o anticuchos en la esquina porque encontrar compradores es más difícil y policías que los desalojen, más fácil.
Keiko Fujimori y Pedro Castillo se mueven sobre esa arena movediza que han dejado los más de 50 mil muertos por coronavirus. Ambos enfrentan la desesperación por que a todos les llegue la vacuna, el Internet, el trabajo. Caminan entre una marea de zombis agotados que están dispuestos a comérselos vivos si es que no les devuelven un mínimo de vida, ya ni hablemos de calidad.
Y salga quien salga tendrá que gobernar con, probablemente, casi la mitad del país furioso y asustado. Así que solo hay una esperanza: no se trata de ustedes, queridos candidatos. A muchos les va a dar lo mismo si son de izquierda, de derecha, si quieren indultar a su papito o a su amigote acusado de contribuir al asesinato de policías inocentes.
Ustedes no cuentan, sino lo que piensan hacer con ese Estado para echarlo a andar de una vez en favor de todos. A ustedes no los ha elegido ninguna mayoría aún, así que no se equivoquen y déjense de caudillismos ridículos: devuélvanles a los niños una razón para que llevar ese uniforme escolar hasta la punta de un cerro tenga sentido. Ofrézcannos a los peruanos un país decente.