Continúo con reflexiones sobre el papel de la derecha como oposición.
En el marco de la cerrada disputa por pasar a la segunda vuelta dentro de los partidos de derecha, Keiko Fujimori, sin mayores méritos, se benefició del extremismo de Rafael López Aliaga y de la falta de manejo político y de campaña de Hernando de Soto. En medio de la fragmentación del voto, y a pesar de ser la candidata que despertaba mayor rechazo, logró pasar a la segunda vuelta con apenas el 13,4% de los votos. Pedro Castillo, candidato de la izquierda más radical, era el adversario más conveniente para K. Fujimori, considerando que su extremismo también despertaba muchos temores.
Para ganar en segunda vuelta, Keiko Fujimori necesitaba, de un lado, ganar los votos de la derecha, de los sectores altos y medios, y asegurar los votos de Lima y de la costa norte. Tarea relativamente accesible, dado que difícilmente esos votos irían para Castillo o la abstención. Pero para ganar necesitaba sobre todo “quitarle” votos a Castillo en el centro, en el oriente, en el sur. Para ello necesitaba presentar una oferta política ambiciosa para el desarrollo de la sierra. Pero cometió un gran error estratégico: su campaña se centró en levantar el fantasma del comunismo, que movilizaba a los votos que ya tenía asegurados, pero no le permitían crecer allí donde lo necesitaba. En cuanto al desarrollo de la sierra, solo levantó la propuesta del reparto individual de los recursos del canon, solución facilista que dejaba de lado las demandas más sentidas de esas regiones.
Después del 6 de junio, los errores fueron aún mayores: la estrategia de voltear el resultado sobre la base de impugnar votos en circunscripciones andinas, acusando a los miembros de mesa de complicidad con una conspiración fraudulenta, como debería resultar obvio, nada ayuda a construir una alternativa política en esas regiones. Para cualquier liderazgo u organización que aspira a seguir siendo una alternativa electoral, resulta una decisión suicida. Peor aún, con la persistencia en el error, el fujimorismo entra en curso de colisión con los organismos electorales, con la comunidad internacional, con la estabilidad económica, con la coherencia y el sentido común más elemental. Se comprobaría así nuevamente que el fujimorismo no tiene empacho en poner en riesgo todo por la defensa de sus intereses de corto plazo. Todo esto por seguir un camino que no tiene manera de tener éxito a la luz de la legislación electoral y de los estándares nacionales e internacionales de observación electoral; y que además empodera y fortalece a los sectores extremistas de derecha, para los cuales el fujimorismo es finalmente prescindible.
Una de las varias novedades del último proceso electoral es el surgimiento de una derecha populista y extremista con peligrosos tintes fascistoides. Ni Keiko Fujimori ni Lourdes Flores podrán nunca superar el nivel de patanería y grosería de Rafael López Aliaga. Lo triste para nuestra derecha es que, en vez de erigirse como una oposición democrática y promotora del desarrollo frente a un gobierno con riesgos autoritarios y estatistas, termina siendo furgón de cola de un liderazgo abiertamente antidemocrático. Así como después de 1990 en la derecha se decía que Mario Vargas Llosa perdió la elección, pero su discurso político ganó (en tanto definió la agenda y el discurso político de los años siguientes alrededor de la economía de mercado), ahora, lamentablemente, podríamos decir que, si bien López Aliaga perdió la elección, consiguió que su discurso se haya instalado y legitimado, alrededor del desconocimiento de los resultados electorales, el cuestionamiento a los organismos electorales, discursos conspirativos, abiertos llamados a la intervención de las Fuerzas Armadas y a un golpe de Estado, la instalación de la posverdad como norma del discurso político, intentos de movilización con crecientes niveles de violencia. Sectores lúcidos en la derecha deberían entender que llegó el momento de cambiar de estrategia y de optar por una alternativa democrática.