Las discusiones inútiles y absurdas forman parte de nuestra tradición. Un ejemplo es el intento por pelear las batallas del pasado. Hace un par de años, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, pidió a la corona española que les ofreciera disculpas a los “pueblos originarios” de su país por los “abusos cometidos durante la caída de Tenochtitlán y la Colonia”. La pregunta siguió en el aire. Fue respondida con sorna hace unos días por el expresidente español José María Aznar en la Convención del Partido Popular: “Pero usted, ¿cómo se llama?”, comentó Aznar, para agregar: “Andrés por parte de los aztecas, Manuel por parte de los mayas. López es una mezcla de aztecas y mayas… Y Obrador, de Santander”. La respuesta burlona de Aznar hacía eco de una frase desafortunada de la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que, en su visita a Washington, afirmó: “El indigenismo es el nuevo comunismo”. Díaz Ayuso criticó asimismo al Papa Francisco, quien poco antes había pedido perdón a Mexico por los “errores muy dolorosos” cometidos por la Iglesia Católica.
Esta retórica hispanista se parece a otra igualmente absurda de la que hemos visto pruebas recientes. Una de ellas apareció en el discurso inaugural del presidente Pedro Castillo que señalaba a Palacio de Gobierno como un “símbolo colonial”. Un antecedente no tan lejano es el retiro de la estatua de Francisco Pizarro de la Plaza de Armas y su ubicación en el Parque de la Muralla en el 2003. Por otro lado, desde hace ya varios meses, y a propósito del 12 de octubre, las estatuas de Cristóbal Colón han sido destruidas por turbas “justicieras” en distintas ciudades norteamericanas.
El grave problema con estas visiones es que siguen peleando las guerras de hace siglos. Por perdernos en las divisiones bizantinas, no atendemos los problemas inmediatos. Además, forman parte de una lectura radical y errada. Los españoles que pregonan la idea de la superioridad de su civilización podrían preguntarse qué habría sido de la suya sin todos los aportes de América. No existirían la mayor parte de sus platos típicos, entre ellos, la tortilla de patatas, el gazpacho y el “pa amb tomàquet” de los catalanes. No podrían fumar. Además de la papa y el tomate, de origen peruano, el tabaco también llegó de América. Es verdad que nos legaron su gran lengua, pero hoy está enriquecida de quechuismos y americanismos. Por otro lado, los peruanos que buscan la pureza étnica debían saber que los instrumentos musicales andinos (el charango, el violín y otros) son de origen europeo, lo mismo que un cierto tipo de sombrero. Nuestra gastronomía, por cierto, no sería lo que es sin el aporte del olivo y el trigo, que trajeron los españoles.
La colonia nos mostró el valor del sincretismo en el arte y la cultura. Un famoso ejemplo es el cuadro “La Última Cena” (1748) de Marcos Zapata, perteneciente a la Escuela Cusqueña. En la imagen, un cuy reemplaza al cordero pascual. La mesa está también servida con maíz, ají y frutas de la zona. Sin embargo, no faltan el pan y el vino. Esa buena mesa es lo que somos, una mezcla de razas. En esa multiplicidad está nuestra riqueza. Recuerdo una humorada de Luis Alberto Sánchez: “En este mundo no hay razas puras. Se dice que hay caballos pura raza, pero eso es porque no le han preguntado a la yegua”.
Si alguien quiere seguir peleando la guerra de la conquista, pues adelante. Pero sin estos traumas recurrentes, afirmándonos por nosotros mismos y no por oposición a otros, nos irá mejor, incluso bien.