Una reciente encuesta del Latinobarómetro muestra que la mayoría de los peruanos no cree en la democracia, duda o desconfía de ella. Este dato contrasta con los publicados en los años 80 del siglo pasado e, incluso, con cifras de años más recientes. Por supuesto, hay un porcentaje, aunque menor, que sigue creyendo en ella y continúa promoviendo sus valores, principios e instituciones.
Dado este hecho, que parece ser una tendencia, discursos y gobiernos autoritarios pueden verse favorecidos sin importar su signo ideológico. Es necesario, pues, conocer las consecuencias de este fenómeno. Hay consecuencias inmediatas, como el aumento de la corrupción en muchos de los que participan en política o de funcionarios públicos, así como la ineficacia de los gobiernos para resolver un conjunto de demandas ciudadanas y, finalmente, el hecho de que el ciudadano no se sienta realmente representado por las autoridades que elige y percibe que tiene pocos canales de participación que le permitan empoderarse.
En cuanto a las consecuencias mediatas, estas son de orden histórico y las venimos arrastrando desde hace más de 200 años. La herencia virreinal, en donde el poder estaba fuertemente concentrado en el Virrey, fue la primera imagen de una autoridad fuerte y absoluta. Cuando nos independizamos, el virrey fue reemplazado por otra autoridad fuerte: la del caudillo. “El caudillo reemplazó al virrey”, frase que encontramos en el libro “Hacia la tercera mitad” de Hugo Neira, representa bien esta dinámica que también explicó Jorge Basadre. El historiador tacneño indicó que primero fue el caudillismo militar y luego el civil, y hasta ahora no nos libramos de esta mala herencia.
Lo que más ha afectado a la democracia interna en los partidos políticos es precisamente esta cultura de sujeción a la personalidad del líder y no a las instituciones y valores democráticos. Salvo excepciones, el candidato a la Presidencia de la República se impone alegando diversos motivos y los militantes lo aceptan sin chistar. No es un asunto de instituciones, sino de cultura, de concepción del mundo. Para muchos la oposición al caudillo es disidencia y hasta traición.
Existen otros prejuicios que refuerzan esta cultura autoritaria, como el machismo, la xenofobia, el racismo, la misoginia y la homofobia. Sin duda, se trata de un ‘cocktail party’ venenoso que contribuye al atraso democrático de nuestra sociedad.
Sin embargo, no debemos ser del todo pesimistas, pues hay un importante porcentaje de peruanos que aún cree en la democracia, en el reconocimiento del otro, en los derechos humanos, el Estado de derecho, la separación de poderes, la participación ciudadana, la transparencia; que no excluye ni margina, sino que integra, niega el secretismo y el clientelismo que definen la conducta autoritaria y busca empoderarse con plena libertad.
La democracia no es solo ir a votar. La cultura de la democracia consiste en asumir valores, creencias, prácticas, actitudes, costumbre y tradiciones democráticas. A mi modo de ver, la cultura política de los peruanos tiene el corazón atravesado y el cerebro político partido en dos.
En el primer caso, queremos que nuestro corazón deje de sangrar por tanto dolor y sufrimiento, porque no se respetan y cumplen los derechos humanos. Así, nuestro corazón no puede latir plenamente.
En el segundo, una parte del cerebro nos dice que debemos asumir la vida democráticamente humanizada, pero la otra parte nos jala hacia el autoritarismo y, mientras este conflicto no se resuelva, seguiremos teniendo todo incompleto; a medio andar, nebuloso, indefinido, sin norte y sin objetivo.
Por ello, se puede concluir que nuestra cultura política es aquella de la ambigüedad y no aquella de la claridad.