Probablemente, muchos ciudadanos se han resignado a creer que el Perú es un país donde “el que puede, puede”. Hay ciudadanos de segunda categoría todos los días. Es un sistema predatorio. Gana el más vivo, el que aprovecha el poder que tiene para obtener beneficios indebidos, mientras el que hace un trabajo prolijo muchas veces es condenado. Es el darwinismo político expresado en su más visceral sentido. Pero, de todos nuestros darwinismos políticos, aquellos que aprovechan nuestras precarias instituciones para poner la bota encima del cuello de otro son, quizá, los peores.
Siempre tienen a los mejores estudios de abogados, siempre logran convencer a algunos pocos jueces de ignorar severos precedentes de jurisprudencia internacional. Siempre pueden y, cuando no pueden, se encargan de averiguar cómo poder. Casi siempre te recuerdan su estatus: “¿Tú sabes quién soy yo?”. No tienen límites, son ilimitados como cancha, van hasta donde el poder de sus recursos les asegure un beneficio.
Pero, teniendo todos los recursos, incluso tribuna en algunos canales de televisión, me ha sorprendido gratamente el rechazo unánime contra la sentencia que condena a Christopher Acosta y Jerónimo Pimentel. Son de esas cosas que generan esperanza de que todavía no hemos perdido el sentido común. Salvo algunos aspirantes a autócratas y algunos silencios ensordecedores de algunos próceres del liberalismo peruano, todos estamos bastantes conscientes de que, si un político comienza a querellar a periodistas y jefes de editoriales sin fundamento alguno, cuando hacen bien su trabajo, citando con prolijidad sus fuentes, pues está iniciando una escalada autoritaria que no podemos dejar de condenar.
Han condenado las amenazas contra la libertad de expresión, que incluye a la libertad de prensa, desde el Reino Unido hasta EE.UU., desde la Defensoría del Pueblo hasta la UE, desde la Facultad de Letras de la UNMSM hasta Human Rights Watch, desde la SIP hasta este Diario. Entonces, por momentos, las instituciones peruanas resisten los ataques con un poco de gran ayuda de las internacionales que han jugado un rol para sentar una postura firme. Resisten cuando les muestran los dientes.
Creo que César Acuña ha olvidado que, si soñaba con ser un político exitoso, aunque los peruanos hemos internalizado que el poderoso siempre puede más, el abusivo no es simpático. Muchos peruanos sufren el ninguneo, lo lloran, lo tratan de esquivar, no solemos empatizar con los que abusan de su poder, con los que fungen de Goliat. El mito de Acuña es el mito del ‘self-made-man’, seguro quisiera que se le recuerde por un hondazo matagigantes más que por una sentencia que persigue a un periodista y a su editorial.
Lo único que conseguirá la denuncia contra el libro es que todas las denuncias contra Acuña que aparecen en él vuelvan a ser publicitadas, y más lectores se animarán a adentrarse en el texto escrito por Acosta. Seguramente, la frase “plata como cancha” quede ya en la cultura popular y se sigan imprimiendo polos como los que usa Acosta y cosechará muchos reconocimientos nacionales e internacionales que harán que su carrera despegue mucho más. En un sentido, Acuña acaba de convertir al periodista denunciado en un peruano que será cada vez más universal.
Las nuevas víctimas de la seducción del autoritarismo no socavan la democracia desde afuera. La socavan desde adentro, aprovechando sus precarias instituciones, nuestras cortes, para someter derechos fundamentales. Gozan de ciertos privilegios que les hacen pensar que unos son más iguales ante la ley que otros. Los nuevos enemigos de la sociedad abierta ya nos son el colectivismo ni el historicismo, como en algún momento lo pensó Karl Popper. Los nuevos enemigos de la sociedad abierta son aquellos que, seducidos por la tentación autoritaria, comienzan a usar su poder para socavar nuestras instituciones desde adentro. Pero no olviden que los enemigos de la sociedad abierta siempre terminan pereciendo así intenten reescribir la historia, busquen comprar todo el tiraje de un periódico o proscribir un libro.