Doscientos mil peruanos han muerto por la pandemia. Se enuncia fácilmente y empieza a sonar como un dato normalizado, casi natural, como una de esas condiciones existenciales acerca de las cuales el teólogo y pensador político norteamericano, Reinhold Niebuhr, pedía a Dios “serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar” en su famosa plegaria. Obviamente, ya no se puede cambiar, pero –también obviamente– el número pudo ser otro, mucho menor. Medida como porcentaje de la población, es la peor mortalidad del mundo (según la Universidad Johns Hopkins, entre otras muchas fuentes). Y ni qué decir del brutal impacto económico producto de la draconiana y extensísima cuarentena del gobierno de Vizcarra.
Hay quienes sostienen que la medición peruana no es comparable con las de otros países porque estos no han sincerado del todo sus cifras, como sí lo ha hecho el Perú al acoger como indicador la variación total de muertos respecto de periodos previos sin el virus. Pero además de las comparaciones con el resto del mundo actual, vale la pena mirar en perspectiva histórica cómo se ve esta pandemia en nuestro propio devenir comparada con otros episodios o momentos.
Estamos, probablemente, ante el segundo evento más mortífero de toda la historia del Perú, aunque con diferencia abismal respecto del primero. Este fue la catástrofe demográfica producida tras la conquista, principalmente a causa de la viruela, pero también de otras enfermedades, acaso no del todo identificadas hasta hoy. Es difícil precisar cuánta gente murió entonces, pero se trató de millones con toda seguridad. Las especulaciones más dramáticas aluden a una reducción poblacional de hasta el 90%. Lo anterior no necesariamente es falso, pero sí “infalsificable” en terminología popperiana: resulta imposible –en el estado actual de la ciencia– verificar su validez o falsedad. Pero, en teoría, esto podría cambiar en el futuro porque, como se sabe, los incas practicaban censos y los registraban en quipus. Eventualmente, la semiótica de los quipus podría llegar a descifrarse (hay algunos candidatos a “quipu Rosetta”) gracias a la inteligencia artificial. Si además se encontrara uno que contenga la contabilidad censal de todo el Tahuantinsuyo justo antes de la conquista (lo cual, admito, es harto improbable) y se comparasen sus resultados con los primeros censos que realizaron los españoles (con fines principalmente tributarios), tendríamos la respuesta.
Después de eso, ningún terremoto, guerra, rebelión, fenómeno de El Niño, desastre natural o, incluso, epidemia que haya asolado nuestro territorio ha causado 200.000 muertos. Pero la perspectiva nos obliga a una comparación porcentual; es decir, relativa y no solo absoluta. Respecto de la población actual, el COVID-19 habría arrasado con cerca del 0,7% de peruanos. Se cree que la rebelión de Tupac Amaru causó unos 100.000 muertos, sobre un total estimado (e impreciso) de entre 1,2 y 1,8 millones de habitantes: murió entre el 5% y el 8% de peruanos. El cataclismo-tsunami de Lima y el Callao de 1746 mató a cerca del 1%; la guerra con Chile, alrededor del 0,5%, pero la devastación física –destrucción de activos productivos– y, sobre todo, moral entre la población fue profundamente depresiva. La insania terrorista de los años 80 habría matado a algo menos que el 0,3% de la población.
Niebuhr pedía también “coraje para cambiar lo que sí puedo cambiar”, pero, sobre todo, “sabiduría para saber la diferencia” entre lo que se puede cambiar y lo que no. ¿Estamos acaso condenados a un manejo tan deficiente de este tipo de eventos? Nuestra actual coyuntura –la dialéctica entre Gobierno y oposición– no resulta muy esperanzadora sobre el futuro de nuestro persistente intento de forjar una comunidad política viable, que debería poder gestionar justamente desafíos de ese tipo: respuestas grupales a catástrofes que nos agobian colectivamente. Un país no puede tener como lema implícito “sálvese quien pueda” porque existe justamente como experimento de convivencia, de colaboración constructiva en beneficio de todos sus ciudadanos. En vez de eso y de fundar las bases para que no vuelva a ocurrir, nos dedicamos a la más menuda y ridícula politiquería (comenzando por culpar a la Constitución “neoliberal” vigente, como comenté en una columna anterior: 11.09.21). Este tristísimo balance –para la vida y para la historia del Perú, usufructuando el título de la autobiografía de Basadre– debería llamarnos a la reflexión, primero, y, luego, a la acción transformadora. Pero en serio, sin floro.