Como es lógico, en los últimos días se especula mucho sobre el posible rumbo del gobierno de Pedro Castillo, del nombre del presidente del Consejo de Ministros y de los ministros de Estado, entre otros asuntos. No solo los analistas están desconcertados, seguramente el propio Castillo también, quien se encuentra sometido a presiones cruzadas.
¿Cuáles son los intereses de Castillo? En primer lugar, procurará no ser vacado. El escenario de la vacancia no resulta inverosímil a juzgar por la composición del Parlamento recién electo. Pero también tiene interés en hacer un gobierno mínimamente exitoso, al menos en términos de la aprobación popular a su gestión. Además, dado su perfil ideológico, Castillo aspira a dejar huella, de marcar algunos procesos de cambio, no ser solo “administrador del sistema”. El problema es que cada una de estas metas se enfrenta a la constatación de la precariedad del partido que lo llevó al poder, de la fragilidad de la constelación de intereses que lo sostiene, de la amplitud, fortaleza y capacidad de presión de sus adversarios. Finalmente, Castillo ganó las elecciones con apenas el 19% de los votos válidos de la primera vuelta, con solo el 15% de los votos emitidos; y en el Parlamento, con el 13,4% de los votos, obtuvo 37 representantes, el 28% del total, muy poco para asegurar una mínima estabilidad.
Ante esta constatación se abren dos caminos igualmente inciertos para Castillo. Uno conduce a la moderación, que podría asegurarle alguna cooperación y estabilidad, siempre y cuando lograra articular el apoyo de un centro capaz de aislar a la derecha más recalcitrante. En este escenario, mirando el Congreso, cada voto cuenta, empezando por asegurar los de Perú Libre, pero donde los de Acción Popular y Alianza para el Progreso resultan también fundamentales. El otro camino es la huida hacia adelante: si se considera que no es sensato quedar en manos de alianzas inciertas en el Congreso, el camino sería forzar una recomposición del mismo a través de la aventura de la Asamblea Constituyente. La nueva Constitución, más allá de su contenido, es un mecanismo para construir legitimidad política y forzar la elección de un nuevo Congreso bajo nuevas reglas en las que se pueda obtener mayoría. El problema es que no hay manera de hacerlo sin pasar por un acuerdo del Congreso y, si se pretendiera pasar por encima de este, la declaratoria de vacancia entraría rápidamente en agenda. En Ecuador, entre el 2006 y 2009, Rafael Correa lo pudo hacer sobre la base de la presión gubernamental, de la movilización callejera y, sobre todo, con la complicidad del Tribunal Supremo Electoral. Para que esto funcione en Perú, Castillo debería construir un respaldo, que por ahora no tiene, contar con cierta pasividad del Congreso, del JNE y del Tribunal Constitucional, lo que resulta poco creíble. Si bien censurable en muchos sentidos, habría que reconocer que la movilización del fujimorismo alrededor del desconocimiento de los resultados electorales ha tenido en el corto plazo el efecto de galvanizar una oposición parlamentaria mayoritaria a cualquier intento de emprender una aventura de cambio constitucional a través de una Asamblea Constituyente.
¿Qué terminará haciendo Castillo? Si los escenarios que acabo de esbozar son razonables, Castillo podría intentar ensanchar el margen de maniobra del primer escenario: construir legitimidad a través de iniciativas audaces en los ámbitos sectoriales y espacios regionales por medio de iniciativas en el plano de la micro, no de la macroeconomía. Al mismo tiempo, intentar acordar una agenda de reforma constitucional sustantiva a través del Congreso, refrendada vía referéndum, para honrar sus promesas electorales. Para esto, como decía, Castillo no solo necesita llegar a acuerdos con Perú Libre y Juntos por el Perú, necesita ir mucho más allá. Un acuerdo que incluya a AP y APP resulta crucial: estos comparten con Castillo y Perú Libre una cierta identidad provinciana que podría ser el punto de partida.