A propósito de la reciente publicación del Latinobarómetro del 2023, está en discusión cuáles serían las características, causas y riesgos asociados a la “recesión democrática de América Latina”. El informe nos habla de la creciente presencia de gobiernos autoritarios, aunque con algún tipo de origen electoral, del aumento de presidencias interrumpidas y de numerosos gobernantes procesados o sentenciados por delitos de corrupción. La caída en el respaldo ciudadano a la democracia en los últimos años sería la expresión de estos problemas.
En la base de todo ello estaría la crisis económica y, en general, la ineficacia de nuestras democracias para atender las necesidades de la ciudadanía. En este contexto, se observan tendencias hacia el personalismo, el uso del poder para fines particulares y la extensión de la corrupción, lo que aumenta la desafección y la preferencia por salidas no democráticas. Ante la falla de los políticos y del sistema político, un gran riesgo es que proliferen discursos y liderazgos que seduzcan a los electores con discursos demagógicos y facilistas; populismos autoritarios.
En efecto, esto es muy evidente. Tenemos ahora más casos de gobiernos abiertamente autoritarios en la región que hace algunas décadas: al caso cubano, que nunca fue parte de la “tercera ola democratizadora” de finales de la década de los años 70, se suman ahora los casos de Venezuela con Nicolás Maduro y de Nicaragua con Daniel Ortega, casos en los que parece haber consenso en calificarlos como tales. Digamos que parece haber consenso en que un régimen político en el que se celebran elecciones, pero no se permite a los opositores participar en ellas porque son encarcelados, descalificados o acosados abiertamente desde el poder político, no puede ser calificado como una democracia. Más recientemente, podríamos sumar también a Nayib Bukele a la lista de gobernantes autocráticos, a pesar de que se trata del presidente más popular de la región al que algunos políticos en nuestros países citan como ejemplo a seguir.
Bukele, electo en el 2019, ha logrado imponer su candidatura a la reelección después de obtener una mayoría aplastante en las elecciones legislativas del 2021; su mayoría congresal inició sus funciones destituyendo a los jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y al titular de la fiscalía general. Y los nuevos jueces nombrados por el Congreso terminaron justificando la candidatura de Bukele, a pesar de una prohibición constitucional expresa.
Y es que es muy difícil oponerse a un presidente que parece contar con un abrumador respaldo popular. Algo parecido sucedió con Evo Morales, que impuso arbitrariamente su candidatura a una tercera reelección en el 2019. En esta ocasión, masivas protestas ante algunas denuncias de irregularidades en el proceso electoral terminaron con su renuncia.
Al mismo tiempo, tenemos casos de presidentes que no es que hayan querido perpetuarse en el poder, sino que no han podido terminar sus mandatos. En muchas ocasiones, presidentes muy aislados tanto respecto de sus Congresos como de la sociedad terminaron siendo destituidos sobre bases legales muy cuestionables, pero al final primó un criterio más bien pragmático: piénsese en los casos de los presidentes Fernando Lugo en Paraguay en el 2012, Dilma Rousseff en Brasil en el 2016 o del propio presidente Martín Vizcarra en el 2020.
En cuanto a los presidentes procesados y encarcelados por casos de corrupción, tenemos muchos centroamericanos (Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Panamá), todos casos de Estados débiles (salvo Costa Rica) con algunos espacios institucionales e independientes que permitieron avances en la justicia. En Sudamérica se suman a la lista Ecuador, el Perú, Paraguay, también con Estados débiles, y Brasil. Los procesos judiciales que afectan a expresidentes, ¿ocurren porque ha habido más corrupción en esos países, que luego es denunciada e investigada, o porque la debilidad política de los presidentes y de sus partidos ha facilitado el avance de la acción judicial? Podríamos tener casos con incluso mayores niveles de corrupción, pero mejor encubiertos y blindados en términos políticos.