No sé si los niños del mañana nos presten mucha atención cuando les contemos que alguna vez, casi de improviso, terminamos encerrados en nuestras casas por miedo a un enemigo invisible. Incluso, tengo mis dudas sobre si les contaremos que alguna vez solíamos salir de nuestras casas con la mitad de la cara cubierta por una mascarilla (o dos) o si, por el contrario, les contaremos que hubo un tiempo en el que no las llevábamos y podíamos ver nuestras sonrisas por la calle. No sé si la mascarilla llegó para quedarse o si nuestra nueva vida implicará otros cuidados permanentes. Quizás les contaremos que durante un tiempo los rituales religiosos, como matrimonios o bautizos, no contaron con invitados presenciales, sino con espectadores situados al otro lado de una pantalla, que la procesión del Señor de los Milagros de octubre fue cancelada por dos años, y que los altares familiares y las nuevas maneras de ver y acercarse a Dios se reforzaron durante una pandemia.
Tal vez nos pase algo parecido a lo que, según la arqueología, les pasó a los mayas, cuya hegemonía mesoamericana se extendió desde el 2000 a.C. hasta el 250 de nuestra era. En ciertos períodos de tiempo, una divinidad femenina aparece en los grandes murales de piedra que sobresalen en las magníficas edificaciones centroamericanas. Pero en épocas posteriores, la misma diosa aparece solo en pequeñas representaciones de piedra elaboradas para el consumo religioso doméstico. Nos queda la gran pregunta, entonces, de si la diosa perdió poder y seguidores o si, más bien, su culto se volvió clandestino.
El sociólogo francés Émile Durkheim, pionero en los estudios de religión y un ancestro común para todos los que estudiamos ciencias sociales, sostenía en su obra “Las formas elementales de la vida religiosa” (1912) que a través de los rituales las sociedades se mantienen unidas y que, hasta cierto punto, en ellos las sociedades se reproducen como en una maqueta. Esto, porque los rituales exhiben una representación de los juegos de poder –por ejemplo, entre géneros o entre grupos de edad– que tienen lugar cotidianamente en una sociedad, ubicando a todos “en su sitio”. Prácticamente, es imposible imaginar una sociedad sin rituales ni referencias hacia lo sagrado que, a la larga, sirven para mantener vigentes los valores y las emociones colectivas. Incluso en sociedades que se declaran ateas, existe una proyección de valores casi extrahumanos hacia sus líderes fundadores, sus héroes revolucionarios o sus ideólogos, en torno de los que se practican rituales como marchas, festivales y todo tipo de desfiles alegóricos.
Como seres rituales, nos hemos adaptado y hemos resistido. Durante esta pandemia, por ejemplo, quizá el ritual que más falta nos ha hecho ha sido el de despedida, en el que el cuerpo es velado en una ceremonia que busca unir más a quienes han sufrido la pérdida. De manera repentina, una tradición que es casi tan antigua como la humanidad tuvo que encontrar diferentes formas de celebrarse, lejos del cuerpo, es cierto, pero siempre buscando una manera persistente de mantener al grupo unido frente al duelo.
Dos cosas quedan todavía por verse. La primera es que las mayores crisis estructurales a lo largo de los últimos milenios han dado lugar a la creación de religiones organizadas que han ayudado a encontrar sentido ante la incertidumbre. No se avizora esto en el siglo XXI y veo cierta tendencia hacia el agnosticismo entre los jóvenes... salvo que consideremos al Internet como el espacio sagrado cuyo acceso es un privilegio y en donde también se conforman sectas. Tan solo con escribirlo me da miedo. La segunda es que esta pandemia ha puesto a la ciencia en primer plano frente al pensamiento religioso, lo que nos habla de una fe mucho más permeable a lo terrenal, si comparamos la pandemia actual con la peste negra europea de hace 800 años, donde se recurrió a la religión en búsqueda de una solución contra la plaga.
El pensamiento religioso se ha mudado a la casa y ha acelerado el proceso de la popularización de lo sagrado en el que la divinidad es mucho más flexible: “Dios me entiende” o “creo en Dios, pero no en los sacerdotes”, son frases que he recogido en muchas investigaciones recientes. Los santos populares y las almas de las personas cercanas fallecidas operan como “buenas influencias ante el jefe celestial” y cada vez más las narrativas de Dios se hacen más cercanas y menos institucionales. Lejos de vulnerar el sentimiento religioso, este tipo de religión doméstica permite alejar al discurso religioso de su carga histórica como un espacio de vigilancia y, más bien, ayuda a proyectar en lo sagrado una imagen de calidez y familiaridad. La búsqueda del bienestar, incluso del éxito, pero sobre todo de una protección cariñosa, harán siempre del Perú un país religioso con personas que entienden la religión como una relación amistosa con Dios. Como lo resumió el gran ‘Cuto’ Guadalupe al considerar la fe como “lo más lindo de la vida”.