Pedro Castillo fue bastante claro en su primer mensaje a la Nación en que no tenía interés en despachar desde Palacio de Gobierno. De hecho, quería convertirlo en un museo para así “romper con los símbolos coloniales” y “acabar con las ataduras de la dominación”. Una forma poco convencional, ahora sabemos, de referirse a las “ataduras” de la transparencia y a la “dominación” de las más elementales reglas de juego políticas: a saber, mantener un registro riguroso de las personas con las que se reúne y mantener a la ciudadanía informada de las actividades del hombre que eligieron para gobernarlos.
El presidente se tomó a sí mismo la palabra y en los primeros días de su gestión hizo de su casa en Breña una sede extraoficial de Palacio de Gobierno, sin las incomodidades propias del sistema democrático de tener que rendir cuentas por la gente con la que se encuentra. Al poco tiempo, la situación dio pie a que la contraloría advirtiese de que ese tipo de acciones eran irregulares y Castillo tuvo que abandonar su guarida. Aunque tampoco hizo mucha diferencia, pues desde la casa de Pizarro se las arregló para recibir a individuos que falseaban sus identidades y acoger a un secretario de la Presidencia que guardaba fajos de dinero junto al papel higiénico.
Pero lo que se ha dado a conocer en los últimos días viene siendo la gota que ha derramado el vaso e inundado la cocina. No solo el presidente ha seguido usando su casa en Breña para reuniones clandestinas, reemplazando el llamativo sombrero chotano por una gorra más discreta, sino que también ahora se sabe que sus cónclaves incluían, además de a ministros y políticos, a representantes de empresas que han cerrado contratos por millones de soles con el Estado.
Cuando el mandatario ha tratado de dar explicaciones –actividad para la que es consistentemente malo–, además de sugerir que hay un complot siniestro en su contra (que curiosamente usa como insumo las trapacerías en las que el gobernante incurre de forma evidente y sin coerción), ha tratado de hacer una distinción entre las reuniones “oficiales” que (dice) se dan en Palacio y los encuentros “de carácter personal” que lleva a cabo en Breña que resulta todavía más inquietante. En fin, ¿no es harto irregular que tenga citas “de carácter personal” con gente vinculada a empresas que contratan con el Estado, como es el caso de Karelim López Arredondo? En otras palabras, si la señora es amiga del presidente y, por ende, invitada frecuente a su hogar para jugar Telefunken, podríamos estar hablando de un inaceptable conflicto de intereses, toda vez que la firma para la que ella trabaja al mismo tiempo se embolsa S/ 232 millones de nuestra plata…
Pero el jefe del Estado difícilmente puede esperar que nos comamos el cuento de “lo que ocurre en Breña queda en Breña” por ser “personal”. Porque no lo es. Por un lado, el ministro de Defensa ha sido claro al mencionar que sí ha participado en reuniones oficiales en la casa que nos ocupa y, por otro, la misma señora López, como ha informado este Diario, también es visitante frecuente de Palacio de Gobierno. Incluso se encontraba con Bruno Pacheco, el exsecretario de la Presidencia caído en desgracia justamente por conducirse de forma muy “personal” con altos mandos militares y funcionarios de la Sunat.
Así las cosas, habría que ser muy ingenuo o muy cínico para no aceptar que acá algo huele muy mal, y no son solo los US$20.000 en la letrina. Y entre los cínicos hay algunos que destacar, como Verónika Mendoza, que no toca al mandatario ni con el pétalo de una crítica y, recientemente, la primera ministra Mirtha Vásquez, que pasó de ser una voz de moderada sensatez en el Ejecutivo a una cómplice más del jefe del Estado.