Shakespeare no hubiera pasado a la historia si le hubieran tocado gobernantes y políticos como los nuestros. El escritor logró buena parte de sus tragedias gracias al material que le proporcionaban las intrigas y los enredos palaciegos ingleses. Muchas de sus obras más importantes se basan en personajes reales y en hechos históricos. Es verdad que él puso de su pluma y de su imaginación, pero Enrique VI o Macbeth vivieron, gobernaron, enloquecieron, asesinaron y traicionaron. Ricardo III de Inglaterra, por ejemplo, sirve de inspiración para una de las tragedias más interesantes y vanguardistas de Shakespeare. No estaba en la línea directa para ser coronado rey, pero este ser horrendo al que una escoliosis lo había deformado, se las arregló para que se anulara el matrimonio de su hermano por supuesta bigamia y así desheredar a sus sobrinos que fueron declarados hijos ilegítimos. Se hizo así de una corona que no le correspondía y, por si acaso, mandó a los pobres chicos a encerrar en una torre, para luego darles vuelta. Qué vacancia ni qué ocho cuartos, en el siglo XIV las cosas se arreglaban con cicuta y sablazo en la garganta. Por cierto, fue tan real su existencia que fue enterrado con honores de rey en el 2015 una vez que se identificaron sus restos.
Pedro Castillo no tiene corona, solo un sombrero que ya se está convirtiendo en el símbolo de la ineptitud y la deshonestidad. En menos de seis meses, ha logrado lo que ninguno de sus antecesores: que los peruanos de distinta ideología y color político estén completamente de acuerdo en que es un pésimo presidente. Ese es el único consenso que ha conseguido este hombre sin capacidades para manejar las riendas de un país en crisis, sin la humildad para dejarse asesorar. Se necesita talento para la intriga, para la corrupción, para los juegos perversos de poder. Castillo no los tiene, por eso los escándalos en los que se ve envuelto, sin dejar de ser graves, siempre son zafios, burdos.
Pero él no es el único personaje pobretón de esta tragedia. Ya están listos para aparecer en escena, apenas el profesor sea mandado a su casa (es solo cuestión de tiempo), los ases del bochorno político. Los lusers que a falta de votos quieren entrar a Palacio por la puerta falsa. Keiko Fujimori, la eterna perdedora; Rafael López Aliaga, alias “insulto, luego existo”; y Hernando de Soto, el amiguis de Chibolín conforman una extraña comparsa que está obsesionada con la vacancia, pero que son incapaces de amarrar sus apetitos personales de poder en aras de un futuro mínimamente estable para los peruanos.
Hacen marchas, contratan buses (que después no pueden llenar), vociferan en calles y plazas, pero no proponen salidas democráticas y estables a una crisis que empezó hace cinco años y que no tiene cuándo acabar. ¿Si se va Castillo, aceptarían una presidencia de Dina Boluarte? ¿Se cierra también el Congreso y se convocan elecciones? ¿Se unirían los partidos de derecha y centroderecha en una candidatura única o seguirán canibalizándose votos? ¿Se hará alguno de los cambios que buscaba el votante de Castillo? ¿Hay algún plan detrás de todo el griterío o una vez vacado Castillo se sentarán a ver qué hacen?
Pedro Castillo no cumple con los mínimos requisitos para ostentar la banda presidencial que le otorgó el voto popular. En todo este tiempo, solo le ha puesto empeño a su infinita capacidad para sabotearse. Pero, vamos, siendo honestos, sus rivales tampoco dan la talla. Y se creen inmersos en una compleja trama shakesperiana cuando sus sosas conspiraciones no alcanzarían ni para un mal sketch de programa cómico de los sábados. Así estamos.