Cuando un bañista se está ahogando y se desespera, dice Wilder Ocampo –gran amigo salvavidas–, que las olas se encabritan, que las aguas se revuelven a su alrededor con furia. El mar huele nuestros miedos. Cuando decidimos internarnos en él, no estamos entrando a un espacio inerte, no estamos conquistando una zona yerma. Estamos interactuando con una masa de agua que tiene su propia energía, sus propias reglas, su propia dinámica. Los hombres hemos colonizado tierras, pero a los océanos les seguimos pidiendo permiso para surcarlos. Hemos arado campos hasta cambiar su morfología, pero jamás hemos doblegado una ola. Hemos represado ríos, pero somos absolutamente incapaces de cambiar el sentido de la marea que baila al ritmo de la Luna.
Todo el que entra al mar le debe pedir permiso a ese interminable espejo de agua que ocupa la mayor parte de nuestro planeta. La soberbia sobra, la superioridad ahoga. Solo el pescador, el marinero, el surfista o el nadador que asume su condición de invitado sobrevive. Un delfín, un pelícano, un insignificante patillo están en casa. Desafían las reglas del océano que es su hábitat, porque forman parte de él. Pero a nosotros, a los simples seres de tierra, nos toca tocar la puerta y aprender que la humildad sabe a agua salada. Debemos reconocer que ahí, donde la línea del horizonte se mezcla con la del fin del mundo, los seres humanos no mandamos. No ejercemos ninguna superioridad. No somos nada.
Como a la mayoría de los mortales me tocó, a lo largo de mi vida, disfrutar del mar desde la orilla. Zambulléndome en ese lugar exacto donde la ola se estrella con la arena. Las aguas movedizas y la posibilidad de ser arrastrada por una corriente siempre me infundieron temor. Hasta que un día, el mar se convirtió en metáfora de renacimiento. Fue en el año 2020, cuando se levantó la larguísima cuarentena y nos tocó volver a recorrer ese mundo que habíamos dejado en paz por unos meses. Y a mí, en pleno mes de julio, con el frío que me calaba los huesos, no se me ocurrió mejor lugar que me devolviera existencia que el inmenso océano Pacífico. Una tarde gris entré a nadar y nunca más salí. He braceado tres, cuatro, cinco, siete horas hasta completar rutas inimaginables. He visto cómo desaparecía la línea de la costa mientras intentaba llegar de Chorrillos hasta La Punta. He sentido el nado de un delfín rozarme, y el cansancio de un patillo que, harto de nadar, intentaba usarme de salva tabla. He sacado y metido mi cara en el océano, para respirar, y he dejado que el mar me acoja sin más herramientas que mis brazos y piernas. Y he descubierto, en largas travesías, que tenemos un santuario frente a nuestra costa, que no nos pertenece.
Repsol ha vertido un vómito negro sobre el único espacio en el planeta que somos incapaces de domar. Ha dejado su mancha como un perro cobarde que se mea en un lugar donde no lo quieren por pura venganza. La empresa transnacional, que jamás se le hubiera ocurrido trabajar bajo esos estándares de pacotilla en su país de origen, se ha atrevido a verter su mierda en ese espacio que está ahí para ofrecernos horizonte, alimento, calma. Y lo ha hecho con soberbia, con asco.
La costa luce negra. Los animales están aceitados. La vida huele a petróleo. Hay una mancha que recorre el litoral con la desfachatez de un asesino que ha matado por la espalda. La vida de miles de hombres, mujeres y animales está destrozada. El mar, sin embargo, nos sobrevivirá. Volverá a estar limpio. Porque sus olas, su marea, su fuerza mandan. Porque esas aguas estuvieron antes y seguirán después. Porque todo lo que nos ofrece no nos lo merecemos. Algún día nos tocará desaparecer a nosotros.