Y de pronto todo eso en lo que confiábamos se hace un poco trizas y resulta que esa chica estupenda que parecía haber venido de un mundo raro, no es inmortal. Resulta que los milagros no existen, y que un corazón grande y una sonrisa diáfana no son el mejor escudo para escaparse de los destinos fatales. Y es que había sobrevivido a tanto…
Solo Doris Bayly fue capaz de vencer un cáncer tremendamente agresivo peleando con disciplina y calma por cada célula sana de su cuerpo. Estaba casi desahuciada y dejó su tratamiento de quimioterapia para irse a vivir a la playa y dejar que la naturaleza y el amor de su familia la curaran. Solo ella supo enfrentar a esos asesinos que se acercaban al convento donde cuidaba niños huérfanos en la época del terrorismo, para que no les quitaran la comida a los más débiles. No le gustaba hablar del asunto, pero alguna vez me contó que salía con su hábito a gritarles que se fueran por donde habían venido. Nadie más que ella fue capaz de burlarse de la muerte en Pasamayo, cuando el auto en el que viajaba se descalabró por el precipicio. Dicen sus compañeros de viaje que durante la caída libre Doris no perdió la calma, solo rezó con fervor hasta que apareció esa única piedra que los detuvo. De lo que sí fuimos testigos todos los que la conocimos fue de su complicidad con el mar. Bastaba verla enfrentar olas gigantes con una tablita enana y su cuerpo magro, para comprobar que la serenidad salva, la confianza protege.
Pero no hay fe que pueda detener la capacidad destructiva de una sociedad en la que el otro, simplemente, ya no importa. Pienso en Doris atropellada y pienso en el Perú. Pienso en que tal vez sintió frío y pienso en este nuestro país donde ya hace demasiado tiempo nadie tiene ganas de detenerse a preguntar cómo está el prójimo. Pienso que tal vez sintió miedo y pienso en esta nuestra sociedad donde hemos decidido que para avanzar tenemos que aplastarnos.
Doris Bayly Letts murió atropellada por un camión que la embistió y no paró. Murió en una carretera del Perú porque sus seres queridos llegaron desesperados a pedir ayuda a una posta que no estaba lista ni equipada para salvarle la vida. Murió porque no hay un sistema de emergencia eficiente. Murió porque la ambulancia no aparecía. Murió porque ya hace demasiado tiempo que convivimos con un absurdo y vergonzante desprecio por la vida. Y si bien a todos nos llegará el momento de irnos, en estos años de pandemia, de locura, ya hemos despedido a demasiados hombres y mujeres que si hubieran tenido la suerte de nacer en un lugar menos indolente, menos corrupto, menos estúpido podrían habernos regalado más tiempo con ellos.
Todas las muertes de gente buena duelen; duelen más las de gente esencial. No tengo la menor duda de que Doris está en un lugar mejor, parecido a ese mar en el que encontraba siempre la felicidad. No puedo pensar en nadie más preparado que ella para acoger la muerte con naturalidad y seguir con su camino. Los que nos quedamos huérfanos somos nosotros, que tendremos que aprender a vivir sin esa sonrisa que hacía los días luminosos como sus tardes de Máncora, que tendremos que buscar en nuestro recuerdo esa voz tenue, casi como un susurro, que siempre invitaba a prestarle atención.
Rema lejos, Doris, patalea fuerte hasta alcanzar ese horizonte donde el mar se vuelve cielo… La pequeñez se queda entre nosotros; tú vuelve a esa inmensidad a la que siempre perteneciste.