La mayor parte de críticas al discurso presidencial no se han hecho sobre lo que dijo, sino sobre aquello que se esperaba que diga y no pronunció. Por el contrario, para mí, este último discurso del presidente Humala me pareció hasta tranquilizador, justamente porque no dijo lo que desde su primer mensaje temíamos que fuera a decir. Y quizás usted, señor lector, también sintió lo mismo, aunque no se haya aún dado cuenta.
Para empezar, recordemos la inquietud que sentimos el 28 de julio del 2011 sobre la orientación que podría tener el primer mensaje del presidente “nacionalista”. Muchos de nosotros, más de la mitad del país, sabíamos que había una gran probabilidad de que el nuevo mandatario insistiera en “la gran transformación” y el cambio de modelo económico que preconizaba el candidato de polo rojo. Y pensábamos que tal vez volvería a centrarse en el conflicto de razas y campo-ciudad que marcaban sus mítines partidarios.
Felizmente eso no sucedió, pues su mensaje fue mucho más cercano a su promesa de la “hoja de ruta”, que conciliaba los intereses del desarrollo con el de la inclusión. Recordemos cómo el nerviosismo que nos acompañó desde que supimos los resultados de las elecciones se transformó ese día en tranquilidad, tensa, pero esperanzadora.
Y puedo decir que cada 28 siguiente se instalaba en nosotros la duda sobre el contenido de su mensaje anual, siempre temiendo que varíe el timón hacia algún extremismo populista, como hacían sus amigos presidentes de la región. Y felizmente en cada una de esas fechas eso no sucedió, pues se mantuvo la libertad de mercado prometida al inicio. Esa libertad que a pesar de los problemas internacionales nos permitió crecer un poco más que la mayoría.
Por supuesto que mantener el rumbo –en piloto automático dicen algunos– no es suficiente para un país con muchas carencias y oportunidades, y lo natural es que exijamos más al gobierno. Por ello con toda razón empezamos a exigirle crecimiento, que facilite los trámites, que promueva la inversión privada, que invierta en infraestructura, que mejore los servicios y disminuya la inseguridad. Cosas que ha hecho de manera limitada y hasta decepcionante para quienes empezamos a creer que sí lo haría.
Por eso este último mensaje me preocupó casi tanto como el primero. Siendo un año de salida y con mucha crítica en contra, la probabilidad de patear el tablero y cambiar las reglas de juego era muy alta. Pero el discurso fue sobre todo una lista de las obras realizadas, algunas de ellas bastante discretas. El presidente no discutió el modelo de desarrollo que se comprometió a respetar al inicio del mandato, implícitamente asegurando que lo seguiría en su último año.
Quizás decepcionado por lo que hubiera querido escuchar, no me di cuenta entonces del ¡uf! de alivio que me salió del pecho al fin de ese mensaje al no haber oído lo que temía que podía oír. ¡Más subvenciones populistas! ¡Alza inopinada del sueldo mínimo! ¡Control de precios de productos básicos! ¡Mayores impuestos a las empresas! ¡Agua sí y oro no! Temas muy fáciles de decir por un gobernante que recibe muchas críticas y no tiene mucho que perder en su último tramo en Palacio. Pero que felizmente, por creencia, por responsabilidad o por inercia, no dijo.
Y eso, comparado con lo que se esperaba el 28 de julio de hace cuatro años, es, por decir lo menos, tranquilizador.