En los últimos días, en Lima se han comenzado a ver carteles con mensajes como: “Piensa en el futuro de tus hijos [.] No al comunismo”. “Somos libres [,] seámoslo siempre”. “El comunismo genera miseria y pobreza”.
Hay uno en particular sobre el que no dejo de pensar: “Ganar más por mi esfuerzo es ser libre”.
Esta última idea no es nueva y se presenta en distintas versiones y en distintos grados. “Todo lo que tengo es gracias a mi esfuerzo”. “He trabajado mucho por llegar hasta aquí”. “El trabajo duro paga”. “El pobre es pobre porque quiere”.
El filósofo y profesor de Harvard Michael Sandel publicó hace algunos meses “La tiranía de la meritocracia”. Un primer punto que aparece en el libro puede sonarnos conocido: muchos de los procesos que hoy se dicen meritocráticos están lejos del ideal. Sandel ilustra esto hablando del proceso de ingreso a las universidades top de los Estados Unidos. Aunque sin duda el esfuerzo y las capacidades individuales juegan un importante factor para determinar quiénes logran la entrada, detrás de la aparente lógica del mérito se esconden otros factores. Muchos de quienes son admitidos, por ejemplo, han tenido la ventaja del acceso a carísimos tutores privados que los han colocado en mejores condiciones para afrontar las diferentes etapas del proceso de admisión. Por no hablar de quienes ven sus chances de ingreso elevadas gracias a contribuciones monetarias de sus padres.
Sandel pasa luego a hacer otro argumento, más fundamental. Imaginémonos que vivimos en una meritocracia perfecta. Incluso entonces, no podríamos decir que los alumnos que han sido aceptados en esas universidades lo han sido solo gracias a su dedicación y esfuerzo. También lo han sido gracias a un factor de suerte: la suerte de haber nacido con ciertas aptitudes, ciertos talentos, que les han permitido, con esfuerzo, lograr el ingreso a esas universidades.
Como sociedad, sin embargo, muchas veces no parecemos reconocer ni lo primero (que lo que llamamos meritocracia no lo es del todo) ni lo segundo (que incluso en la meritocracia ideal existe el azar, sea en forma de aptitudes, talento, o de nacer en un momento de la historia donde precisamente son esas características las que se valoran y no otras).
El problema es que la incapacidad de reconocer estos dos puntos lleva a lo que Sandel llama ‘la soberbia meritocrática’: “La soberbia meritocrática refleja la tendencia de los ganadores a dejar que su éxito se les suba demasiado a la cabeza, a olvidar lo mucho que les han ayudado la fortuna y la buena suerte. Representa la petulante convicción de los de arriba de que se merecen el destino que les ha tocado en suerte y de que los de abajo se merecen también el suyo”.
“Ganar más por mi esfuerzo es ser libre”. Más adecuado sería decir: “Ganar más por mi esfuerzo, mis privilegios y mi suerte”. Porque no todos ganamos lo mismo por el mismo esfuerzo. Algunos comenzamos con más ventaja que otros, y el mismo (o incluso menos) esfuerzo nos lleva más lejos.
¿Renunciamos entonces a tomar decisiones en base al mérito? No lo creo. Y ese tampoco es el punto de Sandel. De hecho, dice expresamente que “vencer la tiranía del mérito no significa que el mérito deje de ser un factor en la asignación de trabajos y roles sociales.” A lo que nos llama Sandel es a ver el lado más oscuro de la meritocracia. A entender el papel que la ‘tiranía del mérito’ está teniendo actualmente en las sociedades (incluido en las victorias de candidatos populistas de los que es crítico, como Donald Trump). Y, crucialmente, a pensar cómo esta tiranía “deja escaso margen a la solidaridad que puede surgir cuando reflexionamos sobre la naturaleza azarosa de nuestras aptitudes y fortunas.”
Existe un conocido ejercicio filosófico –que también menciona el autor– que implica preguntarnos “qué clase de sociedad elegiríamos si no pudiéramos saber de antemano si nos iba a tocar criarnos en el seno de una familia rica o de una pobre”. Adaptemos un poco el ejercicio al Perú, y pensemos si es que seguiríamos hablando con tanta certeza del poder del trabajo duro y el esfuerzo, si no pudiéramos saber de antemano la familia peruana en la que nos tocaría nacer.