Poco antes de la pandemia, el Colegio Nacional de México me invitó a compartir un diálogo con el colega Eduardo Matos Moctezuma sobre el tema de la muerte en las sociedades mexicas e incas. De acuerdo con las reglas del Colegio Nacional (que no hay que confundir con el Colegio de México), la entrada fue libre y el diálogo, muy publicitado, se transmitió, además de en el enorme auditorio, en pantallas de televisión ubicadas en los espacios del jardín que ocupan el primer piso del establecimiento.
Matos, que es director fundador del Templo Mayor, hizo un despliegue importante de lo que se conoce acerca de los funerales y ritos que acompañaron a los tlatoanis o monarcas del imperio de la Triple Alianza (aztecas o mexicas). Yo, por mi parte, conté lo que sabemos sobre los incas.
Cuando llegó el turno de las preguntas, la primera persona que levantó la mano fue una anciana. La señora nos dijo que había aprendido mucho sobre las costumbres de “esos señores”, pero que no habíamos tocado el tema que la había llevado hasta allí: “Cuando yo me muera, ¿adónde se va ir mi alma?”.
Desconcertados, tardamos en responderle, pero al final pudimos salir del apuro, tranquilizando a la señora sobre su futuro en el más allá.
La aventura mexicana me motivó a escribir un libro sobre la muerte, del que tenemos abundante información histórica, y que hoy me sirve para comparar el material que conseguí en entrevistas realizadas a lo largo de todo el país.
Para concentrarme solo en autores y personajes conocidos, debo decir que no olvidaré la visita de Odiseo –o Ulises– al Hades, en donde pregunta por sus camaradas muertos en la guerra de Troya. Habiendo cumplido con los rituales exigidos y librándose de los ataques del Cancerbero, Odiseo consigue entrevistarse con Aquiles, al que le pregunta cómo era la vida en el mundo subterráneo. El héroe de los aqueos le responde: “Preferiría ser sirviente de un amo pobre en la Tierra, que rey en los infiernos”.
Naturalmente, Aquiles no se refiere al infierno cristiano, completamente ajeno a la época en la que vivió, pero el Hades de los griegos suele traducirse como infierno para transmitir la idea de la profundidad a la que, se supone, está localizado.
La de Aquiles, por supuesto, no es una respuesta alentadora para los que pronto iremos al más allá. Buscando una mirada más optimista, abrí las páginas del poema sumerio dedicado a Gilgamesh. Como se sabe, habiendo muerto su leal compañero de aventuras Enkidu, el héroe del poema recorre el mundo buscando la forma de conseguir la inmortalidad y de rescatar a su amigo de la muerte.
La aventura es larga y parece haberse completado cuando encuentra al único hombre al que los dioses habían otorgado dicha condición. Se llama Utnapishtin y equivale a nuestro conocido Noé, pues se había salvado de un diluvio construyendo un arca de madera.
La entrevista no le dio mayores luces, pero la esposa del Noé de los sumerios le ofreció una interesante pista: “Existe una planta que, al consumirla, hace inmortales a los humanos, pero debes buscarla en el fondo del océano”. Gilgamesh consigue la planta, pero, en un descuido, es devorado por una serpiente.
Apenado por su fracaso, nuestro héroe logra que se lo otorguen unos minutos para saludar a su amigo. Como era de esperarse, durante el encuentro surge la misma pregunta que se había hecho Ulises, y la respuesta nos suena familiar: “Si tus familiares y amigos te extrañaran y visitan tu tumba en las fechas convenidas, tú comerás del sabor de las comidas y del humo de las ofrendas, y escucharás las voces de cariño. Si nadie te recuerda, aquí serás un ser desgraciado que se alimente de las sobras de los más afortunados”.
Ser antropólogo me ha llevado por casi todo el país indagando sobre lo mismo, especialmente durante los primeros días de noviembre. Recibí muchas y diversas respuestas al respecto, pero la que más me agradó fue la que me dieron en un pueblo de Lambayeque, en donde un grupo de parientes celebraba ruidosamente el recuerdo de sus difuntos. Yo estaba intrigado sobre por qué al referirse el cementerio los reunidos utilizaban el nombre de “Purgatorio”. Al conversar con ellos, les pedí una explicación, y me respondieron: “Así se llama, porque los muertos están esperando su turno para subir al Paraíso”. Insistí, recordándoles que habría muchos que podrían terminar en el infierno. Entonces, el grupo soltó una carcajada y uno de ellos me aplastó con su respuesta: “Usted está equivocado. Todos los peruanos vamos al cielo”.