“Y yo viendo esto que sufrían los niños, yo tenía que hacer el esfuerzo de vivir para poder hacer vivir a mis hijos, para poder salir”, nos cuenta Cristina sobre aquel “limbo bárbaro”, habitado por ella y por centenares de compatriotas. Ellas resistieron en silencio para comunicarnos su dolor infinito que, en el año del bicentenario de la promulgación de nuestra primera Constitución republicana, nos interpela como sociedad. Al igual que centenares de peruanos, Cristina fue testigo y víctima del horror que sucedió a la instalación de las vanguardias senderistas en Satipo (Junín) donde, de acuerdo con sus palabras, la vida discurría entre el trabajo en la chacra, la crianza de los hijos y la venta de una variedad de productos agrarios. Las mujeres –muchas de ellas con hijos pequeños– fueron arrancadas de sus respectivos pueblos para ser sometidas a una violencia psicológica y física extrema. Vale la pena recordar que esta historia espeluznante que ocurrió a unas horas de una Lima ensimismada en sus asuntos, hoy se reproduce, con otros verdugos y otras víctimas –en su mayoría niñas y adolescentes–, en Madre de Dios y en nuestra Amazonía, por mencionar un par de lugares bastante conocidos.
En el contexto de un diálogo duro pero necesario entre el pasado y el presente –al que hay que añadir un futuro incierto, por la irresponsabilidad de cada (des)gobierno de turno–, es que sale a la luz el extraordinario libro de Sofía Macher “Prohibida la tristeza. Resistencia de mujeres en cautiverio por Sendero Luminoso, Satipo, Junín”. El texto, que se basa en los testimonios de 300 mujeres, es un canto a la vida en medio de una vesania inédita, cuyas heridas aún continúan abiertas. En un escenario como el descrito por Macher, donde el espacio físico va mutando debido a una trashumancia forzada y el tiempo se diluye porque el sufrimiento extremo demanda del bálsamo del olvido, conmueve el terco deseo de seguir viviendo. Para lograr este dictamen milenario, centenares de mujeres, abandonadas a su suerte, apelaron a su arsenal cultural y a la invención de un futuro. Este les será cruelmente arrebatado con cada hijo que irá falleciendo sin una tumba que lo memorialice. Sin embargo, no fue suficiente privar a las madres del entierro de las inocentes víctimas del abuso y la inanición. El proceso de deshumanización masiva, perpetrada por ejércitos de torturadores alucinados con su omnipotencia, impuso la consigna macabra de negar el dolor, transmutándolo en el optimismo de un tiempo que jamás llegaría. En el universo del presentismo animalizado y de la memoria inexistente, cada cual debió defenderse sin cariño y mucho menos consuelo.
En su más reciente libro, “En busca del consuelo: vivir con esperanza en tiempos oscuros”, Michael Ignatieff trae a la discusión el concepto del consuelo, que, en sus palabras, nos hace honestos con nosotros mismos. Pero al mismo tiempo genera la cuestión clave de la solidaridad humana, que es si podemos o no ayudarnos unos a otros a sobrellevar el dolor, el sufrimiento y el duelo. Ciertamente, el consuelo es la prueba más difícil de nuestra destructiva especie. Y es que luego de seguir por ese sendero del horror, por el que Macher nos conduce con respeto y lucidez, pareciera ser que el silencio es lo único que corresponde. Porque no existen palabras capaces de racionalizar y mucho menos paliar la violencia ejercida contra las mujeres de Satipo. Este y otros casos similares –pensemos en la guerra en Ucrania– nos llevan a preguntarnos si verdaderamente podemos compartir el dolor ajeno ante lo que Ignatieff contesta afirmativamente. A pesar de que el individuo adolorido nos da miedo y nos intimida, el acto de consolar es de ida y vuelta, porque enseña que existe una comunidad de apoyo emocional regida por el amor que aflora, para transformarnos profundamente, en los momentos más difíciles.
En este camino duro que nos espera como república, con una crisis, para algunos terminal, de la democracia representativa, un cambio climático brutal, una recesión económica en curso, un libro como “Prohibida la tristeza” es de lectura obligatoria. Y esto no se debe a que se nos proponga alguna teoría para solucionar problemas estructurales de larga data, sino porque ese texto desgarrador nos invita a volver la mirada al mundo del dolor. Uno que millones de compatriotas experimentan cotidianamente. Sentimientos como la pena, la rabia, la desesperación, escasamente abordados por un Estado cuyo único mandato es preservar el poder, pueden encontrar un paliativo e incluso consuelo en actitudes tan simples y concretas como la disposición a escuchar con atención y empatía. Mientras esperamos las reformas políticas, sociales y económicas que el Perú obviamente demanda, empecemos a iluminar nuestras mentes y a energizar nuestros corazones desde el dolor y su reparación en la responsabilidad comunitaria del consuelo, que es emocional, pero también material.
Comparto mi programa de conversación, con Cesar Azabache, Mesa Compartida: Contra la desesperanza