Así como recordamos la trilogía de valores de nuestros ancestros precolombinos: ama sua (no robarás), ama llulla (no mentirás) y ama quella (no serás ocioso), bien haríamos en acuñar y añadir uno cuarto: ‘ama abusakuychu’, no abusarás.
Y viene a cuento porque varios congresistas abusiva y deshonestamente pretenden acogerse a la Ley 31751 sobre el plazo de suspensión de la prescripción penal por ellos aprobada en mayo pasado.
Entonces, tanto el Poder Judicial como el Ministerio Público, instituciones tutelares de la administración de justicia, manifestaron serias y oportunas–allí sí trabajaron to de “pendelex”. Imagino que anticipaban que afectaría gravosamente su autoridad, su mandato y, especialmente, el combate al crimen.
La prescripción de una pena comporta la extinción de toda responsabilidad penal tras un tiempo determinado. Después, ni el delito ni el delincuente pueden ser alcanzados por la ley. Salvo crímenes de lesa humanidad y otros gravísimos crímenes, concuerdo en que no resulta razonable perseguir el delito ‘ad infinitum’. Abundo, esta figura existe en todos lados y es parte del derecho comparado.
Pero, de allí a lo legislado, hay un abismo considerable respecto de nuestra realidad. Se redujo drástica y benévolamente el plazo de suspensión de la prescripción penal a un año; ergo, ilícitos tan graves como peculado doloso, malversación de fondos y falsedad ideológica pueden prescribir en un abrir y cerrar de ojos. Ya “fueron”, como dicen los nativos digitales.
No siendo abogado, me zambullo tranquilo en estos menesteres por cuanto mi crítica no comete herejía académica. Levanto mi voz contra el abuso pendenciero. Mi señalamiento proviene de tres fuentes nada doctrinarias: la indignación, la impotencia y el sentido común.
Causa profunda indignación que bastó que un compacto grupete de congresistas necesitados de machetazos legalistas obtuviera los votos para favorecerse –allí sí trabajaron– sin sudar gota alguna de su tinte capilar.
Claro, algún legislador puede decirme que su voto no lo beneficia. Bien, entonces le preguntaría respetuosamente: ¿en quién pensaba Vuestra Usía al obsequiarle mirra a su ‘frater’ otorongo? ¿O acaso desconocía que las propiedades curativas de la mirra liberarían de angustias respiratorias a algunos de sus colegas que temían verse durmiendo en un pulgoso colchón entre barrotes?
Causa enorme impotencia que algunos de los que entonces parieron esta hedionda ley sean quienes hoy pretendan acogerse a ella evadiendo rendir cuentas sobre previos y sendos portafolios de juicios, alegando su prescripción.
La impotencia se acrecienta conforme escucho tantas hipócritas impostaciones y desfachatados argumentos que suman más pólipos congresales a mi estómago político.
¿Y qué dice el sentido común? Que tan corto plazo –un año– le profiere un profundo daño a la lucha contra el delito y la corrupción, inundando de malolientes letrinas el país.
Con esta norma, el Estado prácticamente ha abdicado –maniatado por tan breve plazo– de investigar, juzgar y sancionar al presunto delincuente. La mencionada castración legislativa es una honorable flatulencia; al año libera al delincuente de todas las consecuencias de sus actos, no reintegra el botín robado, tampoco indemniza el daño causado y frustra todo intento de higiene societaria y democrática.
Precisando que la ley alcanza a todos, la impunidad obtenida por presuntos delincuentes incentiva el delito, pisotea la razón y daña la democracia pensada desde Atenas. Los atenienses procuraban el gobierno de los que justamente sobresalían por sus talentos, sabiduría, justicia y prudencia. Los mejores debían ejercer el poder y después sus dioses los convocaban a descansar flotando en los pastos etéreos que alfombraban su sueño eterno.
La malhadada ley promueve el concubinato del delito con el poder, paga bien y pronto.
Es un abuso que debe ser pronta y razonablemente corregido por el mismo Congreso de la República.
Recuerden, honorables, ‘ama abusakuychu’; no abusen.