Sabíamos que la segunda vuelta electoral entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori iba a desnudar con impudicia no solo a dos candidatos que han merecido justificadamente grandes olas de impopularidad, sino que iba a descorchar toda la majadería de nuestras tribus electorales más fanáticas, capaces de venderle su misma alma al diablo, con el fin de proteger sus intereses. Hemos desbloqueado un nuevo nivel de maquiavelismo político, donde ya no solo campea la mentira y el miedo al abismo, monedas corrientes de una segunda vuelta, sino que ahora se los disfraza de defensas socráticas de la democracia con tonos reflexivos. Por la otra vereda, desfilan los que encarnan la auténtica voluntad popular y se venden como el único camino frente al regreso de la amenaza autoritaria, aunque cada vez más frecuentemente, se les escapa una provocación totalitaria, de la que solo se distanciarán tímidamente.
Es normal que usted haya querido destruir su televisor unas diez veces en lo que va de la segunda vuelta después de escuchar muchas declaraciones. Si llega abatido al 6 de junio, sepa que es parte de esta mayoría silenciosa que, a estas alturas del partido, no recorre el camino de una fiesta, sino de un purgatorio democrático. Pero, recuerde, siempre puede ser peor. Algo debíamos haber sospechado cuando prepararon la escena para debatir en la puerta de un penal y algunos medios, en lugar de ponerles el pare, los acicatearon para que siguieran pechándose, como pidiéndoles un poquito más de show para subir el rating. Cuando se cuente el espeluznante papel que algunos medios asumieron en esta campaña, la historia universal de la infamia va a quedar corta.
Y los candidatos han hecho todo lo posible por restregarnos que somos como Ulises, tomando la decisión de pasar entre Escila y Caribdis. Keiko Fujimori, en medio del fragor, se ha encargado de sostener que las esterilizaciones forzadas fueron una leyenda negra, “una política de planificación familiar”. Casos aislados ha dicho. Siempre, para los gobiernos autoritarios, los atentados contra los derechos humanos son casos aislados. Con orgullo han vuelto a hacer sonar las sinfonías vergonzosas del ritmo del chino, la banda sonora del periodo más siniestro de la dictadura de su padre. Ha ensayado una escena patética de reconciliación con su hermano, trasmitida en televisión nacional como un talk show noventero donde solo faltó el “que pase el desgraciado”. Ha ensayado una nueva estrategia clientelista, donde los bonos y el reparto directo del canon han tomado el centro de la campaña, y se defienden porque “todo ha sido debidamente consultado con nuestros expertos”. En setiembre del 2020 decía: “el populismo ofrece todo sin saber cómo, dispone de lo que no es suyo, sin importarle el esfuerzo que costó lograrlo”. Cómo has cambiado pelona.
Castillo ha dilapidado su capital político. Ha trabajado día y noche con esfuerzo para hacer crecer su rechazo. Si hay algo constante en su campaña es el caos, la desprolijidad y la improvisación. La palabra de maestro no parece tal, cuando cada vez que plantea un desafío público, tiene que recular. No solo ha sido incapaz de contener los arranques verbales y la prepotencia de Cerrón y de otros congresistas electos como Bermejo, que defienden abiertamente agendas totalitarias. Aprendices de dictadorzuelos que consideran las elecciones como “pelotudeces democráticas”. Castillo con sus reacciones tibias, sólo acrecienta las sospechas sobre su incapacidad de liderazgo en Perú Libre. ¿La agenda que hoy maquilla, será la agenda que luego terminará defendiendo como gobierno o lo guiará el nefasto ideario de Cerrón y sus incendiarios adeptos? A este ritmo, desde el 7 de junio, las proclamas y los juramentos van a ser insuficientes para contener el diluvio de impopularidad que deberá enfrentar el que sea el elegido. Más que ciudadanía vigilante vamos a necesitar una ciudadanía encaramada al poder político. Porque si algo está deteniendo cualquier amago de estallido social, es la tensión electoral que canaliza nuestro desencanto. Pasada la borrasca electoral, aunque no nos una el amor, nos unirá el espanto, espanto de que sólo en cuestión de meses ingresemos en un espiral infinito de crisis y que no tengamos la más peregrina idea de cómo pueda terminar.