Metámonos en honduras. Hablemos de víctimas y victimistas. Espinoso tema en una época en donde si no has sufrido una tragedia devastadora o has nacido en una cuna privilegiada (acepto que ahí me han parido), pareciera que has perdido derecho a opinar sobre otros. Complicadísimo asunto en un mundo en el cual a las reivindicaciones válidas de minorías oprimidas se les han colgado todos aquellos que quieren ganarse un respeto por el que no han trabajado. Una mujer golpeada por su marido es una víctima; una que usa su condición de mujer para pasarse una luz roja y que un policía no la intervenga es una conchuda. Un homosexual al que no le permiten entrar a un local por ser homosexual está siendo discriminado; uno que pretende entrar al mismo sitio sin mascarilla y cuando lo detienen grita que lo están marginando es un manipulador. En tiempos de lo políticamente correcto, donde todos parecen estar esperando una excusa para asumirse insultados, la diferencia no siempre es fácil de detectar. Pero justamente, en defensa de los verdaderos oprimidos del mundo, hay que hacer el esfuerzo de barrer con los gallinazos de la desgracia ajena, los oportunistas del dolor que ellos no sienten.
Entonces, aclaremos: una víctima es una persona que ha sufrido de alguna injusticia por la que debe ser resarcida. Un victimista es el que, habiendo sufrido o no una injusticia, pretende que todo se le perdone a raíz de esos acontecimientos. Como dice el crítico literario Daniele Giglioli en su ensayo “Crítica de la víctima”, estos nuevos “héroes” de nuestro tiempo buscan que sus desgracias los inmunicen y que su inocencia quede garantizada más allá de toda duda razonable.
Y ahí asoma el hombre del sombrero. Pedro Castillo quiere que nos banquemos su incompetencia escudándose en su origen campesino. Apelando a la desigualdad de la que ha sido objeto, y que efectivamente existe en nuestro país, pretende que le pasemos por agua tibia su falta de convicción para gobernar, su incapacidad para tomar decisiones. A eso juega, y lo hace apoyado en dos pilares perversos. El primero es la crítica estúpida de una derecha que, obsesionada con la ropa de la primera dama o el pantalón del presidente, le hace de tonta útil en la construcción de su vergonzante pedestal. Esos prejuicios inaceptables, lo dijimos desde que arrancó este gobierno, empañan toda posibilidad de tener una mirada objetiva sobre las acciones del presidente. Pero la segunda pata de esta historia es aún más dramática y viene del otro extremo del espectro ideológico: la izquierda apañadora que, haciendo eco del victimismo ramplón de Castillo, ha decidido perdonarle todo. A los otrora verdugos de los corruptos les parece normal que haya US$20.000 en un inodoro de Palacio de Gobierno o resulta que ahora no los subleva la incompetencia con la que se está manejando el crimen ecológico más grande perpetrado contra nuestro mar por parte de Repsol. Amparados en un discurso inaceptable, pretenden que a este presidente se le trate distinto porque es “del pueblo”, porque nació en el campo, porque fue a la escuela pública. Y en este punto radica su mayor perversidad: se han atrevido a erigir a Pedro Castillo en el símbolo de un pueblo que asumen incompetente, irresponsable. Nos quieren vender la idea de que un hombre de origen humilde es un ser inferior, una especie de niño al que no se le puede pedir más. Los defensores de este régimen han abandonado la lucha por la igualdad y la justicia para reclamar piedad. Y lo quieren hacer construyendo una identidad del peruano basada en la minusvalía, en el pobrecito. Como si los peruanos no hubieran dado muestras de sobra de su valentía para salir adelante, de su madurez para superarlo todo.
Pedro Castillo es un pésimo presidente, punto. El pueblo no tiene nada que ver con su mediocridad.