Hay algunos bocados que he descartado para siempre de mi menú personal. Creo firmemente que, superada la infancia (período también conocido como cómete-todo-el-hígado-frito-o-no-te-levantas-de-la-mesa), uno está en pleno derecho a elegir qué es lo que se lleva a la boca y cómo; especialmente si se trata de épocas festivas, cuando las costumbres imponen gustos que no todos compartimos. En cualquier caso –solo por aclararlo– evidenciar preferencias culinarias no implica soberbia o desagradecimiento: tener la mesa servida ya es bastante fortuna. Lo que sí demuestra es una posición. Elegir qué sabores se aman o aborrecen dice tanto de una persona como los libros que lee o la ropa que usa. Es así que admito, por ejemplo, que no me gusta el pan con mantequilla y mermelada (hay ciertas cosas en la vida que no se deben mezclar); no tolero el foie gras (solía guardarme el secreto ante mis colegas gastronómicos para no parecer menos fina, pero lo confieso aquí apreciado lector); no añado parmesano a ninguna pasta y prefiero el pesto con un queso más sutil (que mis ancestros genoveses me perdonen); y, finalmente, detesto el pavo, fundamentalmente en Navidad. Mientras espero el juicio cruel de los más intransigentes fanáticos navideños, me permito enumerar 3 razones para mi elección.
1. Un trauma personal. Con siete años me vi forzada a observar cómo engordaban a un pavo en el patio de mi abuela durante semanas, compartiendo espacio con él aterrada cada vez que entraba a jugar. Recuerdo los glugluteos de la enorme ave de corral con genuino horror. La memoria me arroja luego la imagen de un montículo de plumas. Tomamos aguadito hasta enero.
2. Hay más variedad, casera. En pleno comienzo del verano limeño buenos pescados y mariscos, un jugoso chancho y hasta un asado no serían mala idea. Si no se dispone de horno y tiempo, cocinar un pavo entero suele ser una tarea que genera más problemas entre las familias que unión y buenos deseos. Eso, sin contar que muchos suelen llevar congelados varios meses (y que no todos los bolsillos pueden costearlos). Lo que debo reconocer, porque soy una mujer justa, es que la carne del pavo es de las más sanas que existen.
3. El pavo es una criatura muy muy fea. Sin ánimos de molestar a pavo-defensores, mi apreciación es netamente estética. ¿Acariciaría usted a un pavo? ¿Lo imagina como peluche para abrazar y/o dormir? ¿No ha notado ese colgajo que lleva en el cuello? Respóndase con sinceridad.
Esta Navidad los peruanos comerán más de dos millones de pavos. Reconozco que hay una cuota de nostalgia que me invade cada vez que cierro los ojos y evoco su olor recién hecho: trae consigo el recuerdo de las mesas grandes, de la familia junta; de días felices. Hay tradiciones que son inquebrantables y comer pavo es una de ellas. La mía consiste, más bien, en buscarle un reemplazo.