Hace no mucho tiempo, una polémica feroz se desató entre dos bandos por un tema que aparecía irreconciliable: mientras un lado veía un vestido de color blanco y dorado, otro veía la misma prenda con tonos azules y negros. A diferencia de la división política que vivimos continuamente –ciertamente profundizada en la última semana–, las diferencias en torno del vestido son triviales y se explican por una ilusión óptica (claramente es azul y negro). Pero ahora me pregunto por cuánto difiere entre los actores políticos la percepción de la crisis que estamos viviendo.
Después de este fin de semana, tras el mensaje a la nación del viernes por la tarde, cobró fuerza por segunda vez la idea de que este Gobierno llegaba a su fin. Con las entrevistas, pero especialmente con el fallido Gabinete Valer, se incrementó la percepción de que ya esto se acababa. El editorial del lunes de este Diario lo llamó un “punto de inflexión” y un “momento terminal”, haciendo eco de esa sensación.
Sin embargo, en el mismo mensaje del viernes y en el comunicado que sacó el lunes por la noche, el presidente pareció descartar un fin anticipado y no parece flotar en su entorno la idea de una renuncia. Da la impresión de que en el oficialismo esto es tan solo un traspié (aunque la autocrítica no sea explícita) y que su compromiso “sigue vigente y con más fuerza hasta el 28 de julio del 2026″.
¿Cómo pueden convivir dos lecturas tan distintas, donde un Gobierno al borde del colapso está también convencido de poder acabar su mandato? En un famoso libro publicado en 1976, Robert Jervis describía cómo los actores del sistema internacional se percibían a sí mismos, a otros actores y al contexto en el que operaban, y cómo esas percepciones influían en sus decisiones. Jervis señala que los seres humanos tienden hacia la consistencia cognitiva, o ver lo que anticipan ver, y asimilar nueva información en imágenes preconcebidas. Estamos predispuestos a filtrar la información, seleccionando lo que encaja con nuestra forma de ver el mundo y dejando a un lado aquello que lo contradice.
Nota también Jervis que hay una tendencia entre los actores a percibir los eventos e interpretar nueva información en función de sus apremios más inmediatos. Buscando una lectura racional del fallido nombramiento de Valer, hay, al parecer, una urgencia por la supervivencia, asediado como está el presidente por la perspectiva de una vacancia. Percepción que la reacción presente en las voces que salieron a pedir que dé un paso al costado solo refuerza, en realidad.
Y de ahí está el rol de la historia y las analogías que penden como un nubarrón sobre las decisiones que toman los actores, muchas veces también simplificadas, exageradas o magnificadas. Acá es donde entra la calle y el precedente de noviembre del 2020, que asoma como una advertencia sobre aquellos con ganas de reemplazar al presidente. Para el oficialismo, el mensaje del sábado en las calles no se condice con la urgencia de renunciar. Si la calle es un termómetro, marcó como todos los que se han usado para controlar la temperatura a establecimientos comerciales durante la pandemia.
Y no es la primera vez que existe esta discrepancia. Recordemos que cuando Guido Bellido fue nombrado a la cabeza de la Presidencia del Consejo de Ministros se enfrentaron también dos percepciones. Por un lado, la percepción del oficialismo, afirmando que era su prerrogativa gobernar con sus cuadros. Del otro, el nombramiento fue tomado como un gesto de guerra, como una primera bala de plata en el camino hacia la disolución del Congreso.
Termino esto sin saber la composición del nuevo Gabinete, pero creo que, más allá de las percepciones que tengan el oficialismo y su más férrea oposición, esta crisis solo terminará decantándose cuando la percepción que un lado sostiene se generalice, ya sea en las calles o en el Congreso.