La semana pasada, cinco ministros de Estado llegaron al aeropuerto de Jauja para intentar conversar con los dirigentes de las protestas, que tenían tomada la ciudad desde hacía seis días. Pero luego llegar a Huancayo no fue tarea fácil. De hecho, tuvo que intervenir un cardenal porque los piquetes que bloqueaban la carretera impedían el paso de los ministros.
Escenas como esta se repiten constantemente en el Perú. Como resultado, se ha formado una nueva mesa de trabajo para intentar resolver aquellos problemas que originaron la toma de la ciudad y el bloqueo de carreteras. Y es que la falta de capacidad del Estado ha convertido a la violencia en un mecanismo de negociación válido. Esta vez, los manifestantes lograron, además, que el presidente del Perú les pidiera disculpas. Mientras que los ministros firmaban actas donde se comprometían, entre otras cosas, a reorganizar la Sutrán. Aquella entidad llamada a imponer orden y legalidad.
Si bien es cierto que la situación económica que enfrentan miles de peruanos, frente al desgobierno del Estado, hace que muchas de sus protestas sean legítimas, aceptar la violencia como válida nos aleja de un ejercicio real de democracia e institucionalidad. Así, el retroceso en las reformas, en respuesta a actos violentos de grupos de interés informales, se ha convertido en la norma. Y por ello, difícilmente podemos sostener que vivimos en una democracia. Porque democracia no significa ir a votar cada cinco años para elegir a un presidente y sus vicepresidentes o cada cuatro años para los gobiernos regionales y locales. Democracia no es tampoco aceptar que las decisiones sean impuestas por el 50% más uno. En democracia, todas las voces deben ser escuchadas, respetadas y los intereses de los ciudadanos, adecuadamente canalizados. La democracia implica tener un Estado funcional que garantice la igualdad ante la ley, la defensa irrestricta del Estado de derecho, la administración de justicia y la garantía de seguridad ciudadana. La democracia requiere, además, del ejercicio responsable de ciudadanía. Nada de lo anterior existe en el Perú. Y si hacemos un ejercicio de sinceridad, advertiremos que, en realidad, en el Perú nunca ha existido una real democracia.
De acuerdo con un informe del Banco Interamericano de Desarrollo, solo uno de cada diez latinoamericanos cree que los demás actuarán de manera correcta. Es decir, el 90% de latinoamericanos no confía en el otro. Entendiendo que la confianza se basa en la idea de que existen reglas comunes iguales para todos, que son respetadas, incluso cuando nadie está mirando. Y así no es difícil entender por qué el 86% de los peruanos cree que se gobierna para unos cuantos grupos de poder, mientras que el 89% considera que el acceso a la justicia es injusto. Si solo el 11% de nuestros compatriotas está satisfecho con la democracia que existe en el país, uno entiende por qué la violencia se convierte en un mecanismo para hacerse oír y obligar al Estado a resolver los problemas de los ciudadanos y de los grupos de interés.
Y es que, en realidad, la falla no es exclusiva del Estado o del gobierno de Pedro Castillo. Aquí estamos fallando todos los peruanos porque nadie está cumpliendo su rol en la sociedad. La falta de partidos políticos hace que los ciudadanos no encuentren cómo canalizar sus intereses y necesidades hacia un gobierno que no tiene la capacidad ni el interés para resolverlos. La mayoría de líderes empresariales, escudados en sus lobbies, y en el “nosotros no hacemos política” dejan de lado el liderazgo que deben asumir y los medios de comunicación en lugar de transmitir información veraz y priorizar una agenda de desarrollo del país, incendian la pradera con el escándalo y las medias verdades. Esto, mientras que los ciudadanos no cumplimos con nuestros deberes.
El Congreso y nuestros políticos son el reflejo de la sociedad informal que hemos construido. No por nada ocho de cada diez peruanos se desarrolla en la informalidad. Tal vez, el punto de partida para lograr un mejor país sea comenzar por enfrentar nuestra realidad.