La suerte de la presidencia en el Perú, con alguna que otra excepción, nunca ha sido la mejor, como la de quienes han pasado por ella.
Para la historia siempre será difícil poner en su justo lugar el complejo mosaico de vicisitudes de esta instancia de poder, que es en sí misma tan fuerte y monárquica en su forma como tan imprevisible y vulnerable en su fondo.
Si en el pasado el peor fantasma de la presidencia podía ser una insurrección militar, hoy es ella misma, hasta en sus autogolpes.
Su fragilidad no reside solo en la cláusula de vacancia que no debería existir en la Carta Magna, sino en la desprotección personal, legal, funcional y constitucional intrínseca al cargo mismo.
Pareciera estar diseñada para acabar siempre mal.
Sin embargo, cinco de cada diez políticos se mueren por ser presidente y cuatro de cada cinco no quisieran estar en los zapatos de ningún presidente de los últimos tiempos, incluyendo a Martín Vizcarra.
A la presidencia ya no la persigue la rendición de cuentas política, económica y social ante la historia, sino su rendición de cuentas penal, reservada y prevista para después de su mandato, de cara a la cárcel.
Hubo un momento en el que los secretismos del Gobierno y del Estado se derrumbaron en el país, gracias, en parte, a la prensa libre y crítica. Fue en los últimos meses del 2000. Desde entonces, no hay resquicio presidencial de corrupción imposible de penetrar en el país, como lo demuestran las revelaciones de Lava Jato en los casos de Odebrecht y del ‘club de la construcción’.
Tampoco queda en pie ningún liderazgo político abanderado de la anticorrupción que no esté involucrado en aquello contra lo que predica.
Salvando las distancias de sus respectivos casos, de Alberto Fujimori a Martín Vizcarra, pasando por Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, los cargos que se les imputan arrojan luces preocupantes sobre la porosidad, laxitud y anarquía de las estructuras funcionales en las que se ejerce el poder político en el país, fuera de todo control real y efectivo.
¿Por qué un cuestionado excapitán del Ejército como Vladimiro Montesinos se convirtió en el supremo poder tras el trono de Fujimori? ¿Por qué Toledo pudo meter en un mismo saco a ministros, funcionarios y abogados para que hicieran lo que Odebrecht exigía respecto de las carreteras interoceánicas, al costo de una coima de más de US$20 millones? ¿Por qué fue tan sencillo para Humala y para su esposa Nadine Heredia pactar por adelantado con Odebrecht el usufructo ilegal de proyectos del Estado, como el Gasoducto? ¿Por qué el círculo palaciego más íntimo del presidente Vizcarra y su negado pasado como gobernador regional de Moquegua terminan por colocarlo contra las cuerdas de la fiscalía?
La respuesta a todas estas preguntas es que no hay muro alguno de defensa legal y constitucional contra las puertas giratorias de la impunidad que cada presidente instala alrededor suyo, con llaves de poder que se encuentran en más de una mano de su entorno personal.
De ahí que el riesgo de que sus actos puedan derivar en delitos comunes o de función está siempre latente.
Una manera de contrarrestar ese riesgo sería elevando mucho más su condición de jefe del Estado para dejar en la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) el gobierno del día a día. Así, el fusible de desgaste y recambio sería la PCM y no la presidencia.
El artículo 128 de la Constitución establece, por ejemplo, que “los ministros son individualmente responsables por sus propios actos y por los actos presidenciales que refrendan”, y que todos ellos “son solidariamente responsables por los actos delictivos o violatorios de la Constitución o de las leyes en los que incurra el presidente o que se acuerden en Consejo, aunque salven su voto, a no ser que renuncien inmediatamente”.
Recuérdese que en la disolución del Congreso de abril de 1992, cuando el autogolpe de Fujimori, quien precisamente renunció de inmediato fue el entonces primer ministro Alfonso de los Heros. A propósito de la inconstitucional disolución del Congreso de setiembre del 2019, queda sobreentendido, por más que el Tribunal Constitucional haya dorado las píldoras, que todos los ministros involucrados en la decisión presidencial asumirán en algún momento sus responsabilidades de ley.
Qué hacer pues con la Presidencia de la República es un desafío de reforma política urgente que trasciende la suerte del actual inquilino de Palacio de Gobierno.