Viendo los datos de consumo eléctrico y recaudación de IGV de marzo, abril, mayo y junio, así como los pobres resultados sanitarios de la pandemia –que obligó a una cuarentena de mayores alcances–, se anticipaban cifras económicas de terror en el segundo trimestre del año. En ese contexto, algunos colegas hicieron referencia a que la recesión del 2020 sería la segunda más fuerte desde la guerra con Chile, hace más de 140 años.
Sin duda, la caída del presente año será notable. De seguro estará entre las más grandes del mundo. Sin embargo, aunque el COVID-19 aún no tiene vacuna, es muy probable que no estemos ante un ciclo recesivo comparable con las grandes recesiones del país en los más cercanos años 80. De hecho, a esa década se le conoce como la década perdida. Esos años reflejaron la irresponsabilidad fiscal y muchos pensábamos que existía una especie de acuerdo nacional para no volver nunca más a esa precariedad estatal. Hasta la aparición del actual Congreso de la República, nacido de una crisis institucional y política mayor en la historia reciente.
Un período recesivo puede tomar varios años. Es decir, no se puede comparar solo el primer año de una recesión. Pueden haber varios años de caída y lograr recuperar los niveles perdidos puede tomar también varios años. Para no hablar de volver a alcanzar la senda de crecimiento del PBI tendencial.
Las pérdidas de valor agregado, reflejadas en menores empleos, salarios, utilidades y recaudación, se reflejan en el bienestar económico general. A más largo y profundo un ciclo recesivo, más pérdida de bienestar económico.
Los ciclos económicos siempre tienen un choque que los origina y sus propios mecanismos de propagación. Tarde o temprano, la economía vuelve a su senda de largo plazo. Esta senda depende de los factores propios del crecimiento económico. Factores que, luego de casi 200 años de República, nos han sido –en general– esquivos.
Una recesión puede ser causada por un choque externo. Por ejemplo, una caída drástica de los precios de las exportaciones (cobre, oro) o un fuerte incremento de los precios de las importaciones (petróleo), o ambas. También puede ser causada por una salida brusca de capitales en un contexto de dependencia del crédito bancario ante este financiamiento inestable.
Las recesiones también pueden ser consecuencia de crisis fiscales. Cuando se llega a un punto de insolvencia fiscal y cesación de pagos de la deuda, el sector público tiene que ajustar el gasto a lo directamente recaudado o pasar a financiarse con el impuesto inflación.
Las crisis de balanza de pagos son otro tipo de crisis macroeconómica. Ocurren cuando hay un exceso de gasto doméstico frente a la producción, generalmente en un contexto de tipo de cambio real fuertemente desalineado con sus valores de equilibrio.
La economía peruana ha sufrido recurrentemente de este tipo de ciclos recesivos. A veces, los choques se yuxtaponen y sus efectos negativos son mayores.
El presente ciclo recesivo ha sido generado en gran parte por la decisión de cerrar muchas actividades productivas para ganar tiempo en ampliar las capacidades sanitarias del país. Así como las cuarentenas que han mantenido confinadas a las familias, que incluso hoy continúan en amplias zonas del territorio nacional. De allí la denominación de la recesión del confinamiento.
Aunque este año el PBI caería entre 12% y 13%, es muy probable que en el 2021 no haya más cuarentenas ni el cierre concomitante de actividades económicas. En ese sentido, habría un fuerte rebote en la producción de bienes y servicios. Sin embargo, por lo violento de la caída, habrá miles de quiebras de pequeñas empresas y fuertes pérdidas de empleos y salarios. Por ello, recién en el 2022, el PBI alcanzaría los niveles del 2019. Si esto es así, este ciclo recesivo habrá tomado tres años.
En la guerra con Chile, según las estimaciones de Bruno Seminario, la caída acumulada del PBI llegó a 53% y tomó 25 años para que la economía vuelva a alcanzar los niveles de 1878, año previo a la guerra.
La segunda recesión más fuerte fue la ocurrida entre 1988 y 1996. Tomó nueve años para que la economía alcance los niveles obtenidos en 1987. Por su parte, la caída acumulada durante los primeros tres años de ese ciclo, fue de 24,5%. Esa recesión fue la segunda más grande desde la guerra con Chile. Y fue el reflejo de nuestra propia irresponsabilidad fiscal y populismo desbocado.
Otra recesión notable fue la de la gran depresión de los 30. La economía peruana cayó entre 1930 y 1932 cerca de 21,7%, fue solo en 1935 cuando la economía nacional alcanzó los niveles perdidos desde 1929.
Incluso la recesión del fenómeno extraordinario de El Niño y el ajuste fiscal de 1983 tomó hasta 1986 (cuatro años) para observar niveles superiores de actividad económica del año previo de la crisis. Y eso gracias a un paquete populista que originó al final de ese gobierno 1a peor crisis económica desde la guerra con Chile.
En resumen, esta recesión será violenta, pero todo indica que será más corta. Sería la cuarta más grande desde la sufrida por la guerra con Chile. El período recesivo de los 80 empequeñecería a la actual recesión. Esto solo para recordarnos que una mezcla de populismo económico, mala intervención estatal e insolvencia fiscal puede ser más letal en empleos y pobreza que el combate a la pandemia. En definitiva, para la economía, el virus del populismo puede ser peor que el COVID-19.