Son pocas las veces al año en las que un diario como el “Financial Times” le dedica un artículo de opinión al Perú. John Gapper normalmente escribe sobre bienes de consumo y tecnología, pero el escándalo de los Rolex de la presidenta Dina Boluarte llegó a sus oídos y, con una dosis irreverente de exotismo e ironía, concluyó que a la compañía suiza poca gracia le debía hacer que su modelo Datejust presidencial terminara en manos de una política como Dina Boluarte.
El Perú, desde hace muchos años, ocupa editoriales internacionales más por su enfermiza compulsión al ridículo que por sus padecimientos reales. Golpes de Estado esperpénticos que no cuentan con el respaldo de las Fuerzas Armadas, fajos de dólares escondidos pertinazmente en un baño, un primer ministro afiebrado que cae por negar un amorío y no por indolente, o una ministra con apellido aristócrata –que fue alta funcionaria del organismo que protege la propiedad intelectual en el Perú– y que admite sin reparos que compraba relojes de lujo bamba.
Todos los escándalos que rodean a nuestros politicastros son de baja estirpe política. La presidenta Boluarte presume de una amistad con un gobernador regional atiborrado por denuncias de corrupción y lavado de activos como Wilfredo Oscorima y que, según reportan algunos medios ayacuchanos, suele prodigar con bastante frecuencia a sus dilectos amigos de relojes Rolex. Cliente frecuente de la Casa Banchero.
Pero ¿qué hay detrás de esta irreverencia para montar tan inverosímiles coartadas como las que han esgrimido Boluarte y Oscorima? Hasta hace no mucho tiempo los políticos peruanos disfrazaban la realidad para lograr convencer a la ciudadanía de sus tropelías. El escándalo de los Rolex revela un ángulo peculiar y cada vez más frecuente de la nueva política peruana de la decadencia: la desvergüenza. Es como si, con el paso de los años, los políticos peruanos se han convencido de que ya no importa el escándalo, que lo único que importa es sobrevivir hoy al escarnio público, que mañana todo será periódico de ayer.
El establishment político peruano se ha convertido en un muladar de ignominia que premia a los políticos de ínfimas capacidades y horizontes. Personajillos grotescos y carroñeros que pelean por la menudencia. En el infierno de “La comedia”, los corruptos se hunden moviéndose, interminablemente, en un río cubierto de brea; la brea ocultaba sus tropelías. A los políticos peruanos no hay brea ya que los cubra, se descomponen a la intemperie, a vista de todos, desafiando al ciudadano. Les cabe aquella indignación del licenciado Vidriera: “¡Oh, Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!”.